Pablo Solarz construye en El último traje un drama humanista que apela a las emociones a partir del viaje de un hombre que regresa a su patria a cumplir una promesa.
Abraham (Miguel Ángel Solá) ve cómo su vida deja de estar en sus manos. Sus hijas se reparten o le venden sus cosas y lo destinan a un geriátrico. Para el afuera, ese último día en la casa lo transita como resignado y aceptando las decisiones tomadas, pero en verdad es el impulso para abandonar todo y animarse a cumplir una vieja promesa: volver a Polonia y entregarle el último traje a un amigo. Viaje que será una odisea sin Penélope pero con final feliz como se espera de estos muestrarios de positivismo.
Como toda road movie, la que llevará a cabo el protagonista (un personaje un tanto antipático y cerrado que rápidamente se volverá comprensivo, justificado en sus negativas morales y empático), será tanto exterior y espacial, partiendo de Argentina y atravesando Europa (España, Francia, Alemania, Polonia), cuanto interior, removiendo recuerdos y sacudiendo su vida.
La película está plagada de personajes secundarios, desdibujados e inverosímiles, que aparecen en el camino sólo por su funcionalidad para avanzar en el recorrido fijado y como símbolo más que como carnadura compleja de una personalidad en la que los cambios abruptos subestiman al espectador: los vínculos forjados con Ángela Molina y Martín Piroyansky son forzados. Y ni qué hablar de la breve irrupción de la hija con la que se ha roto la relación y aparece sólo para decir lo que el guion no ha sabido mostrar en imágenes ni contar sin moralina. Así podemos continuar con la mujer alemana y la enfermera polaca. Y hasta con el mismo protagonista cuyo oficio (central en la referencia del título), por ejemplo, es apenas una puntada sin hilo en un parlamento casi final.
Siendo Solarz un guionista reconocido puede resultar extraño que la trama desarrollada ofrezca esos agujeros en la construcción, pero repasando algunos títulos que llevan su firma (¿Quién dice que es fácil?, Un novio para mi mujer, Sin hijos, Me casé con un boludo), se puede entender mejor.
Alejándose de cierta liviandad, que se supone intrínseca de las comedias románticas, El último traje se funda y se funde en los crímenes perpetrados por los nazis, por lo que la emoción está a la mano y se abreva en la Historia para conseguirla. Pero si bien las cuidadas imágenes de época acompañan para entrelazar el misterio que se irá develando poco a poco a partir de los flashbacks del protagonista durante el viaje, cómo avalar, por ejemplo, que se nos una la identificación de un personaje (la niña que recita un poema en una fiesta y su relación con el protagonista) a partir de una foto que los personajes manipulan más para la cámara (y para “explicar”) que para ellos mismos. Estos mecanismos son repetidos para “solucionar” lo que un guion calculado no puede.
Y cuando se consigue plantear preguntas y cuestiones interesantes: ¿Cómo una víctima del nazismo puede pisar suelo alemán sin sentir que traiciona a sus muertos y a su dolor? ¿Es sólo el testigo presencial el sostén histórico válido para testimoniar sobre las atrocidades cometidas?, se anula su potencia reflexiva con resoluciones dramáticas fáciles y obvias.
Miguel Ángel Solá se entrega en cuerpo y alma para dar vida a Abraham y lo logra en varios pasajes (especialmente con gestos, silencios y miradas), pero kilos de maquillaje para la caracterización no alcanzan para dar carnadura a una pura abstracción ideal (como molde para hablar de un humanismo de cartón) ni para ir y venir en un acento fabricado ni una postura o un caminar que sostengan el verosímil de un judío polaco de casi 90 años.