El Último traje (2017) es el segundo largometraje del director y guionista Pablo Solarz basado en la búsqueda de la felicidad e historias de familia. La génesis replica la forma de “Historias Mínimas” la película dramática que aborda historias familiares y cruces entre vecinos de un pueblo delineado a la perfección como parado en el tiempo con la composición musical a cargo de Nicolás Sorín, o bien “Juntos para siempre” (2012). En esta ocasión, Solarz parte de anécdotas familiares para construir el relato de esta road movie y retratar el viaje de un sastre judío de 88 años, nacido en la Polonia de la invasión nazi, llamado Abraham Burzstein (Miguel Ángel Solá) que vive exiliado en Argentina en una enorme casa que a su edad avanzada le trae más problemas que soluciones. Burzstein en sus últimos años de vida se tornó algo arisco, reacio y poco demostrativo. Por tal motivo, un buen día toma el coraje de alejarse de su rutina y apartarse de su familia -para quienes sabe que es un estorbo; quieren vender su inmueble e internarlo en un geriátrico-. Escapa a Polonia a encontrar al hombre que le salvó la vida durante la Segunda Guerra Mundial en pleno exterminio nazi. Sus ansias de cumplir la promesa que le quita el sueño hace más de siete décadas lo hará enfrentar sus miedos al pasado incierto, y a la verdad del después del holocausto ¿Habrá sobrevivido su amigo? ¿Podrán encontrarse y llevarle el último traje que confeccionó para él?
Bajo este clima de suspenso comienza el viaje de Abraham. En su marcha pivotea con situaciones cómicas que moldean su carácter testarudo, ortodoxo e inflexible para sobrevivir en el país. Debe superar su prejuicio de polacos y alemanes ya que serán ellos, que pululan como plagas, quienes lo ayudaran a moldear y sortear situaciones cotidianas para sobrevivir allí y cumplir su meta. En el camino irá conociendo en Madrid a la española María (Ángela Molina), un argentino Leo (Martín Piroyansky) y una alemana Ingrid (Julia Beerhold) que intentarán convencerlo que en Alemania y Europa ha pasado tiempo y las aguas han calmado. En este sentido el guión, a cargo de Solarz, encripta un mensaje de positivismo entre una Polonia que refleja artísticamente la imagen que sus familiares replicaron cuando su abuelo escapó de allí y la bautizó “mala palabra”. Así, la narración avanza para desencriptar de la mano de Abraham aquella percepción ortodoxa y contaminada del país que brindó ayuda durante el exterminio nazi. Abraham intentará en un acto de amor, superación y coraje regresar a ese suelo para abrazar a su amigo.
Párrafo aparte para el elenco encabezado por el multifacético actor Miguel Ángel Solá, cuyos dotes de actor teatral en la industria hispano-argentina le permite lucirse con gran soltura sobre el arco solemne buscado. A sus 67 años consigue interpretar a la perfección un octogenario atravesado emocionalmente por el Holocausto. Sin embargo, su contrapunto: la puesta, vista en películas como El Pianista (2002) de Roman Polanski, es el claro ejemplo que un largometraje no puede sostenerse únicamente por un actor convincente y el trasfondo del Holocausto. Tampoco por intentar hacer foco en hacer emocionar, hasta el hartazgo, al espectador a partir de flashbacks convincentes para enmarcar la situación de guerra, los sobrevivientes y los tantos que quedaron en ése pasado trunco. No obstante la idea de concientizar y poner el eje en la sociedad vigente que esta exilada en el país y honrar su memoria no peca de ingenua ni pasa desapercibida. Mucho menos si se trata de una coproducción con Europa que acompaña eficazmente los pasajes, las locaciones de cuatro países. En este sentido, hubiese sido interesante que Solarz retome la impronta de “Historias Mínimas” y juegue un poco más con los personajes secundarios que conforman subtramas impregnadas de comedia, alejándose del drama. Tales como el debate si pisar, o no, suelo alemán en medio de una estación crucial. Este punto remite la película “Una historia verdadera” de David Lynch, por ejemplo.
El último traje rememora un pasado que intentó ser borrado. Muestra el paso del tiempo y que el cambio es posible. Honra las generaciones judías exiliadas en el país y a la vez, sirve como instrumento para darle voz a aquellos que la solicitan y sobre todo, una enseñanza porque hasta el último día de la vida mientras la intención esté se puede hacer algo para que nada esté perdido. Y sobre todo, poner un punto final a la intolerancia y discriminación entre clases.