Un caballo con dos cabezas
No hace mucho de la última vez que el cine argentino trató tópicos como el hermafrodismo y la vida rural. En este sentido, las comparaciones entre El último verano de la boyita con XXY y La rabia, además de ser odiosas, son casi inevitables. Lo que no siempre se lleva a la pantalla grande es esa demostración de seriedad y respeto de la que hace gala esta película.
Más que tratar de un tema, trata sobre una mirada, por eso ninguno de esos dos tópicos es el tema central de la película, que más bien parece acompañar el tránsito de la infancia de Jorgelina hacia algún otro lugar incierto y complejo (de ahí que el título haga referencia a una casa rodante que quedó atrás -la Boyita- como imagen de un mundo conocido). Es la mirada de esta niña de 9 años la que guía un relato que se adentra en los rituales de iniciación adolescentes y en el mundo de los adultos y la normalidad. Su corta edad y su desconocimiento científico le devuelven al mundo la naturalidad que olvidaron los adultos.
A sabiendas de que la seriedad no consiste en fruncir el ceño y decir algo importante a las generaciones venideras, El último verano… carece de prejuicios y juicios de valor sobre los saberes disociados que pone en juego, que logra hablar de la normalidad desde lo normal y cotidiano sin caer en lugares comunes, sin estereotipar personajes, situaciones o paisajes.
Habla del otro y de la diferencia con el respeto del que entiende que el peso del asunto no requiere de ningún tipo de subrayado burdo. El haber respetado las edades y el haber pensado que los chicos no son necesariamente minusválidos mentales ni están en el mundo para darle pie a la reflexión del adulto, le confiere naturalidad a los diálogos y voz propia a cada uno de los personajes.
Cuidando hasta el más pequeño detalle, Solomonoff narra una historia simple en tono intimista que busca -y logra con mucho éxito- alejarse de tanta sanata grandilocuente.