Un mundo hecho de miradas
La de Solomonoff es una película de una gran capacidad de observación, hecha de actitudes, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. Su concisión narrativa tampoco la empuja a apurar sus tiempos.
Hay una sutileza, una discreción, una inteligencia para tratar su tema que hacen de El último verano de la Boyita una película muy singular, capaz de adherir a un modo de relato clásico y, al mismo tiempo, de una innegable contemporaneidad en el uso de sus recursos expresivos. El segundo largometraje de Julia Solomonoff no sólo representa para la directora un gran salto desde su debut con Hermanas (2005); también habla de una auténtica mirada de género que se afirma de manera rotunda sin necesidad de declamarlo.
Corren los primeros años ’80, a los que el film apenas alude con algunos pocos datos, como si no quisiera fechar un relato que trasciende su época. Una nena rosarina, Jorgelina –en la que se intuye la que quizá fue Solomonoff–, disfruta de la inocencia de la infancia, pero empieza a tener sus primeros choques con la adolescencia, sobre todo a partir de la rivalidad con su hermana mayor, que muy orgullosa empieza a reclamar “privacidad” y a cerrarle la puerta en la cara cuando entra al baño. En el mundo de Jorgelina (Guadalupe Alonso, de una naturalidad asombrosa frente a cámara), se empieza a hablar de “el asunto”, de eso que “viene una vez por mes”. Y unas láminas de libros de medicina de su padre también contribuyen a forjar sus primeras impresiones de la sexualidad.
El film de Solomonoff tiene la virtud de ser breve, conciso, pero no por ello necesita apurar sus tiempos. En el comienzo, un plano de un chico un poco mayor que Jorgelina montando feliz a caballo sugiere que esos dos niños habrán de encontrarse pronto, pero la película nunca se precipita, prefiriendo siempre valorizar antes los detalles, buscando asegurar primero el punto de vista de su pequeña protagonista. Para cuando Jorgelina esté pasando sus vacaciones con su padre en el campo (lejos de la competencia desigual que hubiera significado la playa con su hermana mayor), su personaje ya está firmemente instalado y su mirada se posará sobre ese chico, Mario, que ha sido criado y educado en una chacra de Entre Ríos como un varón, pero cuya verdadera naturaleza se irá manifestando callada pero inexorablemente.
A diferencia de XXY, el film de Lucía Puenzo que abordaba el problema del hermafroditismo enunciándolo en voz alta, El último verano de la Boyita elige, por el contrario, un tono mucho más tenue y contenido, pero no por ello menos dramático. El encuentro de Jorgelina y Mario será determinante para ambos, en muchos sentidos, pero nadie en la película se ocupa de explicar los sentimientos de los personajes, y mucho menos los niños mismos. Tampoco el acento está puesto en la eventual sordidez del caso sino, en cambio, en la nobleza de las emociones que despierta.
El de Solomonoff es un film de una gran capacidad de observación, hecho de miradas, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. La preocupación de la madre de Mario, por ejemplo, que sabe y niega la condición de su hijo, no necesita de una escena especial para manifestarlo; le basta con su muda, creciente presencia en el cuadro, o con la fugaz revelación de unos escarpines celestes guardados con amor en la misma valija en la que esconde unos comprometedores estudios médicos. Lo mismo los susurros sibilinos de los muchachones en la cancha de bochas, que sólo advierte Jorgelina, como únicamente los niños perciben esas humillaciones de los mayores.
Solomonoff dosifica pacientemente la información, equilibra las secuencias y maneja con cautela los tiempos, de modo tal que cuando se acerca el final la tensión acumulada –sexual, familiar, social– es mucha pero no por ello hay que esperar una explosión dramática. El film prefiere, en cambio, atenerse al modo pudoroso de la gente de campo, que incluso Jorgelina (una niña eminentemente urbana) respeta y adopta. En la banda de sonido, los sobrios, esporádicos punteos de una guitarra solitaria expresan también esa actitud, que elige siempre un tono menor pero auténtico, verdadero.