El melancólico final de la infancia
El filme de Julia Solomonoff se centra en dos chicos.
Más allá de que su relato avance en torno del misterio y la ambigüedad sexual de un personaje, El último verano de la Boyita, opus dos de Julia Solomonoff, transmite -a través de todos los sentidos- una cálida transición entre la infancia y la adolescencia. Esta mirada -parcial, por momentos graciosa, melancólica- de un mundo en transformación es la de Jorgelina (Guadalupe Alonso), que durante unas vacaciones en el campo de su padre, médico, entabla una relación con Mario (Nicolás Treise), hijo de trabajadores rurales: un chico parco, de sexualidad ambigua.
El primer acierto de esta película es la dirección de estos jóvenes e inexpertos actores. El modo en que Solomonoff logra que se manejen con naturalidad frente a cámara, que se contrapongan en sus personalidades y que a la vez generen un vínculo estrecho, con una delicada carga sexual y códigos ajenos al mundo adulto. El trabajo sobre el principio de autoridad que ejercen los padres es también logrado: el de ella, lo hace sin violencia (no la necesita, es profesional y propietario); el de él se muestra autoritario y machista. Pero Solomonoff no juzga a sus personajes. Ni le otorga al campo un carácter especialmente primitivo o brutal: lo muestra.
Jorgelina, observadora y perspicaz, proviene de un ambiente "progre", pero que también revela prejuicios a la hora de dividir y explicar los (supuestos) roles masculinos y femeninos. La niña, a punto de entrar en la pubertad, mantiene una relación de cariño/rispidez con su hermana mayor: durante el verano que narra la película, Jorgelina elude las vacaciones en Villa Gesell y prefiere irse al campo sólo con su padre. Ahí, en un bucólico paisaje, irá comprendiendo la complejidad del mundo que la espera. La narración de Solomonoff incluye la intriga, pero no es forzada ni cerrada: funciona, fluidamente, en base a detalles, más que a acciones.
El trabajo sobre el ámbito rural, que Solomonoff conoce bien, es impecable: el espectador puede sentir al campo de un modo físico. Este logro se basa en lo visual (con imágenes bellas, aunque no estilizadas), sonoro (los ruidos típicos de esa zona de Entre Ríos) y los tempos cinematográficos, que jamás parecen más lentos ni veloces que lo necesario. La directora no se demora en la mera contemplación, ni tampoco condesciende a las manipulaciones ni el vértigo narrativo. Alguna vez Solomonoff declaró que le gustaba el melodrama sin estridencias. No se trata de una contradicción. En El último verano... queda demostrado: todo lo que sería dramático está tamizado por el punto de vista infantil.
Algunos detalles sitúan la historia a mediados de los '80. Pero son apenas eso: detalles; nada que distraiga de la historia ni que anteponga un "clima de época". Hay que destacar la breve pero notable interpretación de la uruguaya Mirella Pascual (Whisky), como madre de Mario. El último verano... transmite con delicadeza el mundo eufórico, angustiante, feliz, melancólico e impreciso de final de infancia.