Nuevamente, los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar se fijan en una cineasta argentina. Esta vez no se trata de la sobrevalorada Lucrecia Martel, sino de una realizadora menos pretenciosa, más sutil, con la cabeza puesta más en la narración que en cómo contar, porque mientras que la primera justamente flaquea en sus guiones, en Julia Solomonoff el relato básico es todo, y por eso sus películas son narrativamente mucho más sólidas.
Tras un interesante, aunque un poco irregular debut en el largometraje Hermanas, Solomonoff bajo las pretensiones, y propone un viaje más austero y menos pretencioso.
Jorgelina tiene 10 años y está empezando a sentir curiosidad por el cambio de hormonas de su hermana de 14. Durante el verano, ambas se refugian en La Boyita, una casa rodante que tienen en el jardín de la casa, pero este verano particular, su hermana se va con los amigos a Villa Gesell. Jorgelina vive celosa, porque ella no puede experimentar los cambios de su hermana, pero a la vez le asquea y no llega a entender todo lo relacionado con el sexo.
En vez de ir con su hermana y los amigos, acompaña a su padre a un campo que tiene en Santa Fe. Allá conoce a Mario, el hijo de los peones de la chacra. Mario tiene 12 años y es un habilidoso, aunque bastante callado muchacho, que prefiere ayudar a su padre en las tareas agropecuarias antes que ir a la escuela. En su tiempo libre, empieza una amistosa relación con Jorgelina: le enseña a cabalgar, a relacionarse con la naturaleza, etc.
El problema surge cuando Jorgelina descubre que Mario tiene hemorragias, por lo que recurre a su padre, el médico del pueblo para tratarlo. Ambos descubren que lo que tiene Mario va más allá de las apariencias.
Si bien se pueden encontrar similitudes temáticas con XXY de Lucía Puenzo, el lenguaje que Solomonoff trata de incorporar, es cuasi infantil, didáctico, por así decirlo, pero sin pretensiones ni solemnidad. Deja de lado el melodrama, y remite en cambio al cine argentino de fines de los 80s y principios de los 90s. Películas más naif e “inocentes”, con mensaje claro y directo, remite un poco a El Verano del Potro o Un Lugar en el Mundo. Al mismo tiempo también crítica las costumbres misóginas del campo, cierta ideología tradicionalista, donde los hombres mandan y hacen las tareas ganaderas, y las mujeres se dedican a respetar la decisión del hombre, y cumplen con los mandados hogareños. No juzga a sus personajes, pero si impera en toda la obra una violencia latente, subyacente, no gráfica como La Rabia de Carri.
Para darle aún un toque más autobiográfico (el padre de Solomonoff era médico rural en Rosario) y nostálgico, decide ubicar la historia a mediados de los 80s, con la nueva era democrática y los australes circulando por doquier.
Visualmente naturalista, estéticamente convencional, pero clásica, el fuerte de la película son sus protagonistas, especialmente el elenco infantil, que le dan verosimilitud a los personajes. Es acertado la elección de haber elegido no actores, sino verdaderos peones y estancieros para representar la gente del pueblo. Nicolás Triese (Mario) supo lo que era por primera vez una película, cuando fue a la primera función de El Ultimo Verano de la Boyita en el BAFICI.
Con algunos lugares comunes, previsibles, pero con lenguaje sencillo y coloquial, el segundo largometraje de Solomonoff, supera ampliamente a Hermanas y esperemos que las próximas películas, confirmen su enorme talento como realizadora.