Después de la inocencia
No tiene estrellas televisivas, no cuenta con efectos especiales, no se pavonea con un plano secuencia pomposo sobre un estadio de fútbol, y no está destinada, lamentablemente, a las grandes cifras (de público y dinero), de lo que siempre se predica un argumento sospechoso que transforma el número en valor estético. La noble y secretamente grandiosa película de Julia Solomonoff ni siquiera lucra con un tema transversal de su relato, uno que ya ha dado buenos dividendos y premios: el hermafroditismo. No. Es un filme sobre la ternura, sobre el valor del conocimiento y los inconvenientes de la ignorancia, y, esencialmente, una película sobre la experiencia volátil del fin de la infancia y sus consecuencias. ¿Quién es el público de El último verano de La Boyita? Todos y nadie.
La segunda película de Solomonoff transcurre en la década del ’80. El mundial de México está cerca y el austral es la moneda en curso. Jorgelina (Guadalupe Alonso, extraordinaria) vive en Rosario y sus padres están separados. Llega el verano y su madre y su hermana adolescente están a punto de ir a veranear a Gesell. Ella elegirá ir con su padre al campo, no muy lejos de Paraná. Ahí vive una familia de campesinos inmigrantes europeos con su único hijo, Mario, a quien Jorgelina aprecia mucho. Ambos están en el comienzo de la pubertad, y esa experiencia es más poderosa que la ostensible diferencia de clase y los universos simbólicos a los que pertenecen.
El vínculo entre Jorgelina y Mario se intensifica. Andar a caballo, ir al tanque australiano, caminar y conversar, y bañarse en el río son placeres que ambos disfrutan, aunque la reticencia por parte de Mario a nadar anuncia un malestar que excede al pudor y codifica un trauma. Es que este hombrecito que trabaja al lado de su padre mientras se prepara para “hacerse hombre” en una carrera de caballos está sangrando periódicamente. La lectura de Jorgelina y la intervención posterior de su padre, que es médico, cambiarán la vida de Mario y su familia.
Narrativamente fluida y formalmente precisa, El último verano de La Boyita presenta un mundo y un tiempo a través de una puesta en escena minuciosa. Los detalles gobiernan el plano: desde la ropa y las sábanas colgadas, pasando por los teléfonos, los utensillos de cocina y el mobiliario, hasta llegar a un ludomatic y los disfraces para ir a un carnaval, todos los objetos reconstituyen la memoria de un tiempo histórico. A este desvelo por la inscripción de lo histórico en las entidades materiales de la cotidianidad Solomonoff le agrega un atributo de clase: su mirada, la de la niña, es una perspectiva de clase (media). A través de ella se puede ver el trabajo de Mario, la idiosincrasia de sus padres, las diferencias entre la cultura de los campesinos y de quienes viven en la ciudad. No se trata ni de una mirada paternalista, ni de un lugar de observación condescendiente que detenta superioridad. Es simplemente un punto de partida observacional. De ahí que Solomonoff privilegie los planos subjetivos que suelen reproducir la mirada de Jorgelina, uno de los pocos momentos en los que la realizadora obliga invisiblemente a quien mira a sentir la cámara.
Pero en El último verano de La Boyita no solamente se trata de mirar sino también de escuchar. El verano se escucha y el campo suena. No son muchas las películas argentinas que hacen de su banda de sonido (no su música, que en el filme no siempre parece pertinente) un dispositivo semántico y una experiencia sensorial. El retrato visual de la cotidianidad rural viene acompañado de un empirismo sonoro. Y, como sucede con el cine de Martel, que la película parece invocar al comienzo, los diálogos poseen una musicalidad convincente. Podrá sonar estúpido, pero nunca está de más repetir una vieja fórmula: el cine es imagen y sonido; después, quizás, y no necesariamente, un sistema audiovisual narrativo.
Si bien se podría decir que tanto Hermanas como El último verano de La Boyita son dos películas sobre la identidad, una preocupación evidente en los dos casos, en la segunda tal inquietud se vincula con el conocimiento y cómo éste puede modificar los modos de estar en el mundo. Es notable el rol que juega un manual sobre sexualidad en la vida de Jorgelina. El libro proporciona soluciones a las inferencias que ella hace de sus observaciones. En efecto, El último verano de La Boyita recobra una experiencia fugaz aunque definitoria, característica de la preadolescencia, en donde se aprende a medir el mundo más allá de la cultura familiar y a reconocer su (in)deseable complejidad.
Conocer y conocerse no es gratuito. De allí, ese misterioso plano final en el que el viejo cuarto de juegos (La Boyita, la pequeña casa rodante) ha sido destruido por un árbol. Se pierde algo y se conquista otra cosa; se abandona la inocencia y se empieza a transitar y a modelar la autonomía, como en el pasaje en el que Mario y Jorgelina, finalmente, se sumergen juntos en el río, después de una cabalgata que no es otra cosa que una fuga de lo conocido.