El viejo sueño de vivir sin laburar
Cuatro muchachos de barrio, a quienes las frustraciones de la realidad los empujan tras el sueño del dolce far niente, se asocian para instalar un cartel de publicidad fija en la terraza de uno de ellos y vivir del alquiler de ese espacio.
De entre los sueños más típicamente argentinos (y por ello también humanos), el de vivir sin trabajar se encuentra entre los más asiduos. Conseguir el “currito” que permita al afortunado disfrutar del dolce far niente es, sin dudas, el anhelo de quien se precie de pertenecer a alguna de estas dos especies. Un tema del que ya antes se ha ocupado el cine, pero que regresa en El vagoneta en el mundo del cine, un film nacional modesto en términos de producción, apéndice fílmico de una exitosa serie web, que con algunas buenas ideas –que no por buenas dejan de ser también modestas– consigue lo que a otros con mayores presupuestos y pretensiones se les suele escapar: la sonrisa del espectador. Cabe aclarar que muchas veces se trata de sonrisas que ni siquiera llegan a los labios, pero está claro que sonreír es, antes que otra cosa, un estado de ánimo y esta película, ópera prima de Maximiliano Gutiérrez, transita ese tono.
Cuatro amigos, muchachos de barrio a quienes las frustraciones de la realidad los empujan tras el sueño antes mencionado, deciden asociarse para instalar un enorme cartel de publicidad fija en la terraza de uno de ellos y vivir del alquiler de ese espacio. Ocurre que ninguno parece ni muy voluntarioso ni demasiado lúcido como para dedicarle tiempo e ingenio al asunto y cinco años después se encuentran con una orden oficial para retirar el bendito cartel, que en todo ese tiempo nunca estuvo ocupado. El problema de los sueños es que al despertarse se terminan: los cuatro amigos en bavia se encuentran de pronto en el compromiso de salvar su proyecto, como si toda esperanza se les fuera en ello. A partir de los problemas y personalidades de cada uno, El vagoneta encuentra en estos amigos la posibilidad de representar distintas formas en que la sociedad actual vacía de estímulos a la juventud.
Desempleado crónico, Matías tiene ideas pero se deja atrapar con igual comodidad por la ilusión de las soluciones mágicas y la sabiduría módica de frases impresas en sobrecitos de azúcar. El gordo Walter es una masa de nervios y tensiones contenidos siempre a punto de desbordar, que ama a su mujer pero no puede sacarse de encima la carga de un suegro prepotente. Rama por su parte es inseguro, una suerte de Zelig que tanto le teme a tomar cualquier decisión como a contrariar a los demás con sus opiniones. Ponce en cambio es fanfarrón, mujeriego y mentiroso, aunque sostiene que la verdad es siempre la mejor opción. Los cuatro no son sino adolescentes crecidos que mantienen los traumas y las taras de aquella edad. Personajes que si pertenecieran a un film norteamericano, sin dudas encajarían en las películas de Apatow o Greg Mottola, pero son argentinos y en lugar de la extroversión del norte tienen la melancolía del Río de la Plata.
En busca de un cliente para salvar el cartel, llegarán al mundo del cine, yendo tras el productor de la película Un tanque, éxito de taquilla en la ficción. Para firmar el contrato, los cuatro deberán ir a Mar del Plata, en un viaje de algún modo iniciático, donde se lleva adelante el tradicional Festival de Cine. Un acierto de El vagoneta es permitirse oscilar en estilos de humor diverso, y tanto puede recordar ligeramente a las comedias de Olmedo y Porcel, o parodiar otros géneros cinematográficos (la escena del duelo entre Walter y su suegro es un agradable remedo de spaghetti-western), pasando por diálogos truncos y silencios prolongados que parecen reírse un poco de ciertos clichés del Nuevo Cine Argentino. Aunque peque de reiterativa, luzca más cerca de la estética televisiva, cargada de cameos al tono (Francella, Víctor Bo, Silvina Luna, Karina Jelinek, Pocho La Pantera y varios otros), y sin ser una maravilla, El vagoneta en el mundo del cine es una apuesta infrecuente y no negativa.