El planeta gris
De las ficciones paranoicas pergeñadas por Philip K. Dick que fueron llevadas al cine, la que conseguía salir más airosa de la empresa probablemente fuera El vengador del futuro a manos de Paul Verhoeven. Un poco a despecho de su intrigante aunque despareja filmografía llevada a cabo en su país de origen –en la que el holandés oscilaba entre una clase B meditabunda y el cine arte melancólico a la europea, con esmerados golpes de sexo, misoginia y paparruchadas varias de corte psicologista: los que hayan visto El cuarto hombre o Turks Fruit sabrán a qué me refiero–, el director desembarcó en los Estados Unidos con el resultado visible de producir solo pequeñas obras maestras desde el corazón mismo de la industria: el caso de un verdadero autor en el sentido más moderno de ese término proverbialmente esquivo. El interés que reviste la paranoia, en su caso, no es simplemente el de alguien que se cree perseguido sin serlo, sino el juego de desdoblamiento irónico que puede surgir de allí. El momento en el cual el sentimiento paranoico revela una verdad profunda acerca del orden social para la que no estamos preparados es un instante clave en Dick que solo Verhoeven supo exprimir en todo su potencial de crítica sarcástica. Los colores chirriantes, el retro de calidad dudosa de los elementos que componían la escenografía, las actuaciones delicadamente robóticas, todo eso hacía de aquella primera versión de El vengador del futuro un espectáculo gracioso y desconcertante, un circo violento que convertía la ciencia ficción en un asunto mayor de arte popular sin que prácticamente nos diéramos cuenta.
En cambio la película de Len Wiseman es muy otra cosa. Su inspiración evidente está más cerca de Blade Runner primero y Minority Report después (otras dos historias de Dick llevadas a la pantalla grande). En esta oportunidad priman los colores grisáceos y azulados (no hay ninguna incursión a Marte esta vez, con lo que la hermosa gama de rojos de la otra versión queda brutalmente suprimida), la lluvia constante (el tono de noir reciclado que supo patentar Blade Runner) y el hacinamiento. La sensación de seriedad de la película se refuerza en el énfasis espartano con el que se describen las condiciones de vida imperantes en ese futuro cuyo carácter distópico parece necesario remarcar en cada plano. El cartón pintado de Verhoeven, esa gracia sutil de estar viendo todo el tiempo un montaje escenográfico cede el paso, entonces, a la busca de un realismo laboriosamente esmerado y con ello desparece de un plumazo la sorprendente carga humorística de la versión original, para ser reemplazada por un cúmulo de alusiones políticas contemporáneas. Pero además, como la corrección política no hace buenas migas con la complejidad, la película se ve obligada a explicarlo todo, a aclarar cada punto del enloquecido entramado del libro, que Verhoeven sí respetaba (y sabía aprovechar), para que el perezoso mensaje no se pierda y encuentre una rima inmediata en la cabeza del espectador, ese ser sin memoria moldeado a la medida de este Vengador del futuro del año 2012, que ignora el pasado y mira todo por primera vez, como en una conspiración surgida de la pluma de Dick. El insignificante estrépito de Wiseman resulta ser el alimento diario provisto por el cine industrial actual, la clase de entretenimiento falsamente pensante que suele negarle al espectador una alegría genuina y desprejuiciada para ofrecerle a cambio la banalidad de sus dictámenes precocidos acerca del mundo circundante.