Del suspenso a la trampa de la parábola.
El director de La separación vuelve a algunas de las ideas que ya estaban en aquel film, con una pareja de clase media atravesando una crisis, en la que pesa el componente cultural y religioso de la teocracia iraní. Sin embargo, la resolución resulta forzada.
Con un segundo Oscar en sus manos (aunque ausente durante la ceremonia de premiación, merced a las políticas inmigratorias de la era Trump), Asghar Farhadi se ha convertido en el realizador iraní con mayor proyección internacional, el único que ha logrado unir con creces los mares del prestigio autoral, vía el Festival de Cannes, con los de la distribución mundial. La fórmula del alquimista no es sencilla: desde los inicios de su carrera, hace unos quince años, el énfasis en el naturalismo social no ha hecho mella en una notable capacidad para elaborar sus relatos con una buena dosis de suspenso tradicional, sumada a un componente humanista que suele reflejarse en la puesta en tensión de ciertas problemáticas (en particular, aquellas referidas al rol de la mujer) que, sin dejar de ser universales, tienen una particular relevancia en su país de origen. En sus mejores películas (las inéditas en nuestro país Fireworks Wednesday y About Elly o la reconocida La separación), esos elementos se combinan para ofrecer una particular mirada sobre relaciones humanas a partir de las disyuntivas morales de sus personajes, sin estridencias ni excesos dramáticos.
El viajante llega luego de su primera película rodada fuera de Irán, El pasado, y retoma algunas de las ideas que resultaban fundamentales en La separación, aunque aquí no haya un divorcio en proceso sino apenas el prólogo de una crisis que, posiblemente, horadará esa relación de manera definitiva. Los protagonistas, Rana y Emad (notables Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini, ambos miembros regulares de la troupe de Farhadi) integran, nuevamente, un matrimonio de clase media, en este caso una pareja de actores semi profesionales que, al comienzo del film, se encuentran dándoles los toques finales a los ensayos de una puesta de La muerte de un viajante (puesta no exenta de problemas de producción y, como se desliza en un breve diálogo, acosada por la censura de los comisarios culturales). La mudanza de urgencia a un nuevo departamento será el punto de partida del conflicto, que comenzará a avanzar como una mancha venenosa sobre su vida personal y profesional: la antigua habitante del lugar pudo haber sido una prostituta y uno de esos pequeños errores que se revelan fatídicos terminará dejando las puertas abiertas para que uno de sus clientes la confunda con la nueva inquilina.
Corte al hospital, donde Rana es atendida por un grupo de médicos, fuera de peligro, pero con varias heridas en su cuerpo y las secuelas psicológicas del hecho a flor de piel. Esa elipsis se transformará en un arma de doble filo durante el resto del film: la mujer fue atacada, sin dudas, pero la narración le esconde al espectador (¿y al personaje del marido?) cierta información, punto de partida para una serie de notorios cambios en el carácter de Emad, que en pocos días dejará de encarnar a cierto arquetipo de liberal culto para obsesionarse con una búsqueda del culpable que lo mostrará en una novedosa faceta, exacerbado en varios niveles un componente machista que permanecía oculto. Si bien es cierto que El viajante no sería la misma película de haber sido rodada por otro realizador en otro país (el componente cultural y religioso de una teocracia se siente con fuerza), es evidente que el mecanismo mediante el cual Farhadi parte del punto A para llegar al punto B se lleva por delante varias sutilezas e, incluso, lo obliga a disponer más de una incongruencia en el relato, que no conviene revelar aquí ya que forman parte del bagaje de resoluciones finales.
La película logra transmitir, en el silencio inicial de Rana, no sólo una respuesta a la violencia muy diferente a la de su marido sino, como se verá más tarde, una toma de posición muy férrea al respecto. Su punto de vista resulta esencial, más allá de que quien reacciona a partir del hecho inicial es Emad. La grieta comienza a ensancharse entre ambos y las escenas “teatrales” –aquellas que registran las representaciones de la obra de Arthur Miller– se transforman en el reservorio de aquello que no se dice, o se dice a medias, fuera del escenario. Pero a diferencia de lo que ocurría en la reciente El vecino, del rumano Radu Muntean, e incluso en El hijo, de los hermanos Dardenne –donde los dilemas éticos también iban de la mano de la construcción del suspenso–, Farhadi recorre en los últimos treinta minutos de El viajante el camino inverso al concepto de “menos es más” elaborado en esos films, cayendo finalmente en la trampa de la parábola, que había logrado sortear con bastante éxito durante la hora y media previa.