EL ESPECTACULO DE LA REALIDAD
Hay algo clave en el cine del iraní Asghar Farhadi: hace un cine que conecta con el público internacional sin por eso perder una pizca de identidad. Lo primero se da a partir de un trabajo con la puesta en escena que privilegia el ritmo interno de cada secuencia, teniendo como centro el nervio y la generación de tensión constantes. Lo segundo, se sostiene al hacer que las tramas de sus películas (un divorcio o un episodio de inseguridad, por ejemplificar con sus dos películas oscarizadas) se nutran de condimentos socio-políticos indisimulablemente locales. Sus películas tienen la superficie de cualquier relato industrial europeo, y con ello una respiración que no ahuyenta a un tipo de espectador modelado con esos ritmos, a la vez que aportan datos singulares. En El viajante, una mujer sufre un episodio violento mientras está sola en su hogar y el hecho dispara toda una serie de crisis en su matrimonio mientras deja en evidencia -sin subrayar demasiado- el rol secundario que la mujer adquiere en un país como Irán, aún siendo la víctima.
Todo lo dicho anteriormente es una reflexión sobre por qué un director como Farhadi adquiere centralidad en el cine mundial (sin dejar de lado la necesidad del Oscar este año por remarcar los conflictos raciales y étnicos que atraviesa Estados Unidos en la era Trump). Podemos pensar un poco mezquinamente que hay en su proceder algo de oportunismo, pero en verdad sería negar una evidencia notoria: el director es un genio de la puesta en escena y lleva de la nariz al espectador cruzando el drama con la especulación del thriller a lo largo de dos horas que avanzan pausadamente pero que apuestan a un desencaje progresivo. Como decíamos, en El viajante una mujer es herida en su hogar: ella y su marido son actores y están interpretando una puesta de Muerte de un viajante de Arthur Miller. Esa representación, que avanza en paralelo a la historia central, sirve al relato para que el matrimonio de Rana y Emad exteriorice aquello que no puede de otro modo, una forma de catarsis que Farhadi trabaja un poco desde la obviedad.
La Irán que muestra Farhadi es la de las clases medias; tal vez por eso es que en la película lo que aflora son esos miedos tan universales de determinado sector social, como la violación de la propiedad privada y de los bienes materiales: el coro de vecinos es notable. También, a partir del episodio que sufre Rana (confuso, ya que inteligentemente el director no cae en la tentación de lo explícito), lo que aparece es una mirada sobre la mujer y su rol de castidad en la sociedad. Lo mejor de El viajante está precisamente en esos momentos de intimidad donde el rumor del entorno convierte en tabú y en indecible aquello que ocurrió, o incluso en esos diálogos repletos de eufemismos para decir que la anterior inquilina del departamento donde viven Rana y Emad era una prostituta. No es menor, tampoco, que en la película la mujer tenga un rol secundario y no sea ella la que termine decidiendo sobre su integridad. El film trabaja desde el punto de vista de él y hay puertas que se cierran y espacios vedados a la mirada de ella.
Esa tensión es positiva en el film, porque aborda el nervio desde una perspectiva socio-política y denuncia la composición machista de una sociedad, y se contrapone a aquella que surge en la última parte del relato, donde la obsesión de él por encontrar un culpable termina desencadenando otro tipo de tragedia. Lo que sucede en ese final pone a El viajante en otro lugar y lleva a preguntarnos, en definitiva, si los temas que la película venía desarrollando hasta ese entonces eran importantes o no. Por momentos, pareciera que Farhadi juega al suspenso con algunos datos un tanto morbosos. Y no es que lo juzguemos desde la corrección política, pero hay asuntos delicados que forman parte de la construcción del relato y que parecieran ser en definitiva meros accesorios para que el director demuestre su maestría para la puesta en escena. Al igual que en La separación, al final pareciera que todo no es más que un juego virtuoso de Farhadi que cuenta películas sólo como excusa. La diferencia aquí es que mientras en aquella esa exhibición exagerada de virtud estaba, la película lograba concentrarse en su drama sin licuarse y ser profunda y reflexiva. En El viajante hay cierta dispersión que se busca justificar en aras del espectáculo que se monta: el director termina siendo más un mago que trata de ocultar sus trucos lo mejor posible, aunque después que termina nos ponemos a pensar si no hay cosas demasiado arbitrarias. Y tal vez lo más cuestionable de todo sea que ese espectáculo es un poco desleal para sus personajes. Y también, claro, que está la sombra de la metáfora teatral dando vueltas constantemente.