El vicepresidente: Más allá del poder

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

MARIONETA ESPECTRAL

Inadvertido como un fantasma. Adam McKay sostiene su última película bajo esta premisa para mostrar el ascendente camino de Richard “Dick” Cheney desde un borracho trabajador eléctrico en Wyoming que se agarra a trompadas con uno de los compañeros en un bar y vuelve a prisión hasta su mantenimiento durante décadas en el gobierno estadounidense; una construcción personal basada en el silencio, en la observación detenida de los funcionamientos internos, en la lealtad hacia los suyos, en la recolección de datos para beneficio propio y en la búsqueda de mecanismos –dentro y fuera de la ley– para conseguir poder de forma reservada haciéndole creer a los demás que son quienes lo manejan. Con esta metodología, el republicano decretó los ataques a Afganistán, tras el 11-S, y la guerra con Irak.

De hecho, El vicepresidente: más allá del poder inicia con la pantalla en negro y conversaciones agitadas hasta que aparece una sala de reuniones con diferentes funcionarios, charlas telefónicas alborotadas, televisores que exhiben los atentados y en medio de toda desesperación, la voz parsimoniosa de Dick que toma el control. Una escena que parece subrayar la metáfora del fantasma que deambula por los pasillos y oficinas con la del terrorismo, la violencia, las matanzas y las torturas venideras. Porque si hay algo que recalca con exceso el director es el cinismo y la mente calculadora de Dick como una suerte de alter ego del partido republicano, una insistencia que convierte la crítica y denuncia en un relato unidireccional, como si sólo dicho sector político fuera infame e inmoral pero ¿qué pasaba con los demócratas? ¿qué peso tenían en el Congreso a la hora de sancionar o vetar leyes, por ejemplo?

El narrador en primera persona intenta romper con el carácter biográfico a través de la interacción con el público desde la mirada a cámara, el lenguaje, los atuendos amalgamados con los escenarios, la mostarción de su casa y familia o el interés por mantener en vilo cómo se relaciona con el protagonista. Sin embargo, pareciera que subestima al espectador guiándole el pensamiento, mientras que el nexo resulta sin sentido, forzado e innecesario. Lo mismo ocurre con la incorporación de tonos cómicos, muy al estilo de Michael Moore como el falso final – inocente si se toma en cuenta que comienza en el 2001 y, obviamente, volverá a dicho momento como bisagra de su rol político–, la forma fría, automatizada y parca del protagonista en cada ataque al corazón o el efecto manipulador de la esposa desde un ultimátum en la juventud hasta una suerte de lady Macbeth posterior con un posible diálogo entre ambos en la intimidad del cuarto, entre otros, que pretenden generar matices en el extenso metraje pero terminan como gestos exagerados, reiterativos o superficiales.

Una promesa como la mejor versión posible para desnudar operaciones, construcciones de conceptos o agrupaciones y estrategias que continúan alterando la vida mundial pero, en definitiva, débil y un tanto esquemática con una mirada reducida, sin cuestionamientos reales ni diálogos con otras voces y bajo el fundamento de la invisibilidad. Como expresa Macbeth: “Estrellas, ocultad vuestros fuegos, que la luz no revele mis profundos y negros deseos; que el ojo no vea la mano pero que suceda lo que el ojo teme y, sucedido, que el ojo lo vea”.

Por Brenda Caletti
@117Brenn