Más allá de que el interés que puede despertar en el extranjero es bastante menor que en los Estados Unidos, la figura de Dick Cheney "pedía" una película. Maestro de la manipulación, brillante lobista, ha sido decisivo -tanto desde la esfera pública como desde la privada- en los últimos 50 años de historia (se incorporó al gobierno de Richard Nixon en 1969; fue legislador y ocupó altos cargos en todas las gestiones republicanas).
No llegó a ser presidente (sí multifacético y todopoderoso vice de George W. Bush), pero -así lo describe este impiadoso film escrito y dirigido por Adam McKay- ideó, entre varias otras cuestiones, la forma de justificar la intervención militar en Irak. McKay es un guionista ingenioso y un virtuoso narrador, pero (utilizando recursos similares a los de esa potente sátira contra los abusos de Wall Street que fue La gran apuesta) esta vez la eficacia es menor porque todas las herramientas (la cínica voz en off, muchos de los diálogos, los inevitables carteles finales y hasta una escena poscréditos) no hacen más que subrayar que Cheney (un irreconocible Christian Bale) era un representante de lo peor de una clase política.
Así, el indudable talento de McKay y de un elenco de lujo (Amy Adams como su esposa, Steve Carell como Donald Rumsfeld, Sam Rockwell como Bush) queda minimizado por una película que en el campo de la ficción parece apropiarse de cierta demagogia y bajada de línea del documentalista Michael Moore.