La nueva película del director de “La gran apuesta” utiliza un sistema similar al de aquel film para contar la historia de Dick Cheney, el hombre que manejó la política norteamericana –y en cierta medida del mundo– durante casi toda la década pasada. Crítica publicada originalmente en La Agenda.
Acaso los personajes más peligrosos sean los que no se notan. Los que se ocultan detrás de un rostro sin gesto y una apariencia olvidable. La historia (política y la del cine también) suele recordar a las grandes figuras o a aquellas que, por distintos motivos, se convirtieron en personajes por “mérito” propio. Ni haca falta que los nombre, todos sabemos quienes son o fueron. Pero “El vicepresidente: más allá del poder” –que acaba de conseguir ocho nominaciones a los premios Oscar, incluyendo mejor película y director– no trata de ese tipo de personas sino de aquellos que manejan los hilos del poder por detrás de los que ponen la cara frente al público. El caso de Dick Cheney es uno de ellos, acaso el más importante de la historia reciente, un personaje a simple vista anodino y oscuro, que manipuló –en general para su conveniencia e interés personal– buena parte de las decisiones políticas de los Estados Unidos en las últimas décadas.
Si bien “El vicepresidente” intenta hacer un recorrido histórico/biográfico por la figura de Cheney, su principal interés –como lo adelanta el título– está en los años en los que fue vicepresidente de George W. Bush, que incluyeron el atentado a las Torres Gemelas y las posterioress guerras en Afganistán e Irak. A diferencia de otros vices, trabajo que tiende a ser más decorativo que ejecutivo, Cheney fue el cerebro e ideólogo que llevó a los Estados Unidos y a otras potencias a invadir Irak en busco de armas de destrucción masiva que no existían a partir de intereses que, claramente, poco y nada tenían que ver con “la defensa de la libertad” y mucho más con beneficios económicos/empresariales.
Christian Bale
Pero la etapa “vice” de Cheney es prácticamente un segundo episodio en la vida del hombre. En la película más ingeniosa que inteligente, más pícara que verdaderamente inquietante, hecha por Adam McKay, queda claro que la vida política de este sujeto gris podía haber terminado “happily ever after” cuando era un ejecutivo de una importante compañía petrolera habiendo causado, si se quiere, un daño relativamente menor. Pero el llamado del pequeño, díscolo y un tanto ridículo Bush (Sam Rockwell) le permitió avizorar que podía realmente tomar las grandes decisiones de ese gobierno, bien a sus espaldas, bien convenciéndolo de cualquier cosa.
El problema para McKay, similar en un punto a las complicaciones de los manejos económicos de “La gran apuesta”, estaba en cómo hacer atractivo un personaje básicamente aburrido y construir una película alrededor de él sin transformarlo en otra cosa. La tesis central de “El vicepresidente” se destruiría si Cheney fuese, en la ficción, un ser carismático. Y Christian Bale entiende a la perfección que tiene que encarnarlo de esa manera: abúlica, apagada, huraña. La transformación es perfecta, aunque no excede la imitación pura. Cheney es, en la piel del actor, el más gris de los empleados públicos. Y la escena en la que mejor muestra esa “banalidad del mal” es una en la que da un discurso púbico de campaña cuando se candidatea como senador. Es tan poco locuaz, tan gris en actitud y presencia, que nadie le presta atención. Es su mujer (Amy Adams) la que lo salva –de esa y de otras situaciones– dejando en claro que es algo así como la Lady Macbeth de la historia.
Es a partir de ella, del humor y de desvíos narrativos similares a los de la película anterior (en una escena, un mozo encarnado por Alfred Molina ofrece como platos de un restaurante una serie de medidas políticas a aplicar, en otra Cheney y su mujer traman algo hablando en un falso verso “shakespereano”) que McKay trata de aligerar el asunto y hacerlo atractivo a un público que no se pasa horas leyendo las páginas de política del Washington Post. Hay datos pocos conocidos sobre su historia y algunos recorridos por la “letra pequeña” de la Constitución estadounidense que permiten entender no solo cómo manejaron Cheney y su grupo dentro del Partido Republicano la política entonces sino lo que eso asusta respecto al futuro, tomando en cuenta las claras limitaciones intelectuales del presidente en ejercicio.
Amy Adams y Christian Bale
El problema de “El vicepresidente” es que buena parte de ese humor es de trazo grueso, simplista, obvio, de sketch televisivo que no supera lo ingenioso. La película, y McKay, van directamente a atacar el personaje y más allá de que respetan su inteligencia política –o, al menos, su ingenio para saber caer bien parado siempre–, no hay casi nada en la película que permita generar una mínima empatía con el personaje, o poder entrarle de algún modo que no sea burlón. Y la única que podría haber, finalmente, también se desvanece. Ya la verán…
Por momentos las dos últimas películas de McKay –un hombre que viene de la comedia pura y que ha hecho joyas en el género, como las dos películas de “El reportero”, “Ricky Bobby” o “Hermanastros”, todas protagonizadas por Will Ferrell– tienen algo de presentación PowerPoint de un profesor cool que quiere enseñarte historia “con onda” y mete chistes, juegos de palabras y otro tipo de salidas juguetonas a un material que de otra manera sería arduo de asimilar. No hay nada necesariamente malo en esa actitud ante el material, pero el problema es que la mayoría de esas salidas de libreto en este caso no son demasiado creativas. Y el hombre ya tiene tan claro hacia dónde va que no hay lugar para interferencias. Como si ese mismo profesor no permitiera que sus alumnos le cuestionaran algunos asuntos de su clase magistral. Y a los que lo hacen los manda a ver la nueva de “Rápido y furioso”…