Ganadora o no de premios importantes, el verdadero ganador será el público que la vaya a ver
No son pocos los antecedentes que hacen esperar una nueva película de Adam McKay con cierta ansiedad. Primero porque desde su debut como director de algunas emisiones de “Saturday night live”, el programa de humor crítico de la política e idiosincrasia norteamericana por excelencia, se ha empapado de esa cultura en la cual vive a pleno, la observa con minuciosidad, y luego se explaya con todos los dardos en sus textos cinematográficos. La última vez que lo hizo fue con aquella gran película de montaje vertiginoso sobre el estallido de la “burbuja hipotecaria” en Estados Unidos que se alzó con varios premios, incluyendo cinco nominaciones al Oscar 2016.
Con el Oscar de mejor guión adaptado bajo el brazo, Adam McKay continúa su periplo a convertirse en un director de ficción en estado de alerta constante cuando se trata de observar la realidad coyuntural. Al igual que en su opus anterior, la presentación de los personajes sale con información muy concreta, concisa y específica transmitida en una compaginación rápida, aunque no por eso apurada.
El Dick Cheney (Christian Bale) joven hace su entrada gritando, fumando, borracho en un bar en Wyoming. El corte inmediato es al 11 de septiembre de 2001 cuando, en ejercicio del poder, da órdenes tras el ataque a las Torres Gemelas. El otro corte inmediato es nuevamente a Wyoming, en el momento de su arresto por manejar ebrio. Uno es exceso autodestructivo y otro de poder. En forma paralela, con desarrollo de los tiempos narrativos en forma dispar, vamos conociendo por un lado cómo es que Dick Cheney fue llegando a la Casa Blanca de la mano de Donald Rumsfeld (Steve Carrell), y por otro el desarrollo de los acontecimientos inmediatamente posteriores al 11S. En ambos casos hay un narrador común que dice: “¿se preguntan quién soy? Estoy relacionado con los Cheney… pero ya veremos eso más adelante”, y bien vale la pena la espera porque si bien nada en política sucede por casualidad, esa conjunción entre buena y mala suerte que solemos llamar destino juega una parte fundamental.
Pero eso no es lo único que se presenta como un cúmulo de situaciones en la vida del político, el guión está constantemente atravesado por un manto gigantesco de sarcasmo, ironía e impronta corrosiva respecto de su mirada general. Así como “La gran apuesta” en 2015 no era un escrache contra los hombres del mundo financiero sino una descripción crítica de ese universo, “El Vicepresidente: Más allá del poder” no panfletea contra Cheney,. simplemente se encarga de describir una estructura de poder cuyos puntos oscuros y gaps legales permiten que alguien como él haga lo que hizo sin ningún tipo de impunidad porque: “es legal”.
Para una película de estas características es indispensable rodearse de talento, y sin dudas el de Christian Bale sube dos o tres puntos cualquier producción. A los kilos aumentados para llegar al phisyque du rol y las horas gigantes de maquillaje, el actor le agrega gestos, modismos, acento, neutralidad de mirada y postura corporal, de manera tal que no vemos a un actor haciendo de Dick Cheney, lo vemos a él. Algo parecido a lo que Ramy Malek hace con su Freddie Mercury en “Rapsodia Bohemia”. Actores que se adueñan de su personaje a un punto mimético. A ese trabajo se adosa la estupenda actuación de Amy Adams como Lynn, una mujer clave en todos los acontecimientos de esta vida retratada aquí. En el producto final todo está enmarcado en un estilo propio que además deja un par de momentos superlativos en el uso del metalenguaje, como por ejemplo la escena en la cual el matrimonio recita Shakespeare en la cama con una naturalidad que resinifica el texto.
“El Vicepresidente: Más allá del poder” llega a instancias importantes en su recorrido con ocho nominaciones al Oscar, incluyendo mejor película y director. No ha ganado ningún premio importante hasta ahora, y probablemente no lo haga tampoco el 24 de febrero, pero eso no importará mucho. El verdadero ganador será el espectador que vaya al cine.