Donde termina la ley, comienza la tiranía
La vicepresidencia de una nación es en general un cargo simbólico, sobre todo en Estados Unidos. ¿Por qué entonces hacer una película sobre un vicepresidente de perfil bajo, carente de liderazgo popular y para colmo sin carisma para hablar en público como Dick Cheney? Son varias las razones, pero la principal es que desde su función como “VP”, Cheney tejió una compleja red de influencias en áreas clave de la administración Bush y adquirió una preponderancia significativa en materia de Seguridad Nacional, Política Energética y Política Exterior, sobre todo durante la guerra contra Irak y Afganistán.
Pero Mckay (“The Big Short”, “Anchorman: The Legend of Ron Burgundy”, “Step Brothers”) no se queda solo con su desempeño durante los gobiernos de Bush, sino que reconstruye el ascenso de Cheney desde sus inicios en el gobierno de Nixon (allá por 1969), pasando por sus cargos como Jefe de Gabinete, Congresista por Wyoming y Secretario de Defensa en las décadas del ochenta y del noventa.
Lejos de la reseña histórica aburrida y lineal, el filme retrata con frescura, agilidad y un humor satírico muy agudo los inicios ingenuos de Cheney en el poder y su progresivo aprendizaje de las reglas de juego en el contexto de una maquinaria política despiadada que fagocita a los débiles y consagra a los inescrupulosos. Resaltando su veta persuasiva, su carácter implacable y su inteligencia pragmática, Mckay nos pinta una imagen cruda y delirante de un personaje siniestro en la historia política de EE.UU; un titiritero ambicioso que en su momento de mayor esplendor acumuló muchísimo poder y lo utilizó para llevar adelante sus empresas bélicas y negocios personales.
En este sentido, lo que trasluce esta biopic es una crítica al sistema democrático Norteamericano y a la ficción de su supuesta representatividad. El ascenso de Cheney solo es posible gracias a la degradación de las instituciones, y el poder, más que recaer en el pueblo, parece esconderse en habitaciones cerradas en donde dos personas discuten y negocian sobre la vida de miles de almas al otro lado del mundo.
La mayor virtud de Vice es que presenta un tópico a priori aburrido (la política) de un modo fascinante y entretenido, algo que Mckay ya había logrado en el terreno financiero con The Big Short. Pero para lograr esto, el director -que en el pasado dirigió varias comedias y conoce bien el género- tuvo que tomar varias decisiones audaces, como romper cada tanto la cuarta pared, intervenir sistemáticamente la filmación con comentarios extradiegéticos, e incluso inmiscuir un diálogo Shakesperiano en medio de la película (¡delirio absoluto!). Esas decisiones, riesgosas por cierto, funcionan la mayoría de las veces y logran arrancar una carcajada al descolocado espectador.
Por supuesto, nada de esto funcionaría sin la extraordinaria actuación de Christian Bale, que nos regala una de las mejores performances de su carrera. No solo impresiona su transformación física (subió casi 20 kg para el papel), sino también la variedad de recursos, gestos y matices que emplea para personificar a un Cheney implacable y cínico. Amy Adams (ya había trabajado con Bale en American Hustle) aporta lo suyo interpretando a Lynne Cheney -personaje clave en la vida de su esposo-, y Steve Carrell hace lo propio dándole vida a Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa de los EE.UU durante las presidencias de Bush (hijo). Mención especial para el genio de Sam Rockwell, quien personifica a un George W. Bush desopilante, justo en el límite entre lo tonto y lo caricaturesco.
Luego de varios filmes, Adam Mckay parece haber encontrado en El Vicepresidente su madurez como director en la confluencia entre comedia y gesto político. Precisamente, en esa síntesis (también presente en The Big Short) el humor y el absurdo funcionan como una especie de parábola del mundo de la política, y es ahí donde radica la efectividad del mensaje político que transmiten sus películas.