Alrededor del poder y sus acólitos
Con un evidente gusto por trastocar lo que retrata con matices bufones y decididamente grotescos, la película nominada al Oscar se permite una mirada lúdica y lúcida sobre el poder y sus esbirros insensibles.
"Lo que sigue está basado en una historia real". Y se aclara: "Los responsables del film han hecho lo que pudieron". Así inicia El vicepresidente: Más allá del poder. Sobre el desenlace, también se indica el agradecimiento a los periodistas cuyo trabajo sobre el hacer de Dick Cheney fuera la fuente de consulta privilegiada por el film.
Entre las leyendas primera y última se ata la película, y se desprenden cuestiones preliminares y conclusivas: el odioso lema de la "historia real" queda puesto en entredicho por un motivo bien claro: es cine. Por ser cine, el vínculo con la denominada realidad es inevitable. Se la aborda y se la recrea. Ahora bien, para dar crédito mayor a lo que se expone, aparece el periodismo como lugar de encuentro. Un periodismo que, a la luz de la verdad, exponga los hechos. Periodismo al cual, evidentemente, la película está dedicada, aun cuando lo haga de manera indirecta.
De este modo, el film de Adam McKay (Policías de repuesto, La gran apuesta) construye una película que se fisura a sí misma en su seriedad, y es por eso que logra un cometido sólido: descascarar la trayectoria política de Dick Cheney, vicepresidente durante el mandato de George W. Bush (hijo). A partir de la efigie que compone Christian Bale (ganador del Globo de Oro, y nominado ahora al Oscar), El vicepresidente (que suma ocho nominaciones, incluidas Mejor Film, Director y Guión) desanda la figura inclemente de Cheney a partir del horror suscitado durante el 11-S, mientras Cheney hace gala de un uso letal de la palabra: basta su orden para apresar, torturar y matar.
¿Quién es este hombre?, se pregunta el film. Y lo hace de modo literal, desde una voz en off que el relato asume omnisciente hasta que ella misma se evidencia: ¿quién le habla al espectador? La voz mostrará su rostro (Jesse Plemons), y en escenas dedicadas a agregar información sobre su identidad, pero siempre desde una prudente construcción. Sólo sobre el desenlace se sabrá quién es. Casi como un McGuffin. Como se ve, la revelación del narrador como artificio es consecuente con el cometido de los credits. El vicepresidente evidencia una puesta en escena dedicada a mostrar al cine como medio autoconsciente y autocrítico. Nada que ver con la televisión, y puntualmente con Fox News.
Pero antes de llegar a la Fox, no hay que perder de vista el desfile de personajes casi grotescos que la película ofrece, entre nombres y apellidos reales y su caracterización bufona (otra vez, la película se exhibe como película, lejos del mimetismo habitual -de tanto cine- entre actor y personaje). Entre ellos, Sam Rockwell y Steve Carell como Donald Rumsfeld y George Bush hijo, respectivamente. Los dos están en su salsa. No es para menos. Y no deja de ser esencialmente llamativo que con tanto desparpajo se retrate a funcionarios de ejercicio reciente, seguros espectadores de la película. Como se ve, Hollywood preserva una vena crítica que está lejos de agotarse. Lo que hace también pensar en Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, ya que allí, tanto como en El vicepresidente, se expone la teoría del autoatentado a las Torres Gemelas, como manera de invadir y expropiar pozos petroleros (que el film de McKay ratifica con la quita de los paneles solares a la Casa Blanca, disposición del gobierno de Jimmy Carter que fuera atropellada por el triunfo de Reagan, a la manera de un símbolo suficiente).
De esta manera, el ingreso de Bush hijo al film no puede ser menos elocuente: borracho, trastabillando y avergonzando de manera presuntamente habitual a Bush padre, familiares y acólitos. A su vez, Rumsfeld exhibe una verborragia misógina y sexista que le vuelve un enamorado de las armas. Entre él y Cheney se teje el primer acuerdo soldadesco, a las órdenes de Nixon. Guardianes de una fortaleza (la Casa Blanca) que sin embargo no resistirá el embate Watergate. Pero, atención, será hora de usar otras herramientas, televisivas y publicitarias.
Con el apoyo de grandes grupos empresarios y un ardid comunicacional tendiente a desorientar verdades, amenizarlo todo e incluir falsos paneles televisivos con periodistas tendenciosos, el nuevo camino para la derecha será más ancho que nunca. Nada sospechosamente, la evidencia social y política que expone la película se codea con la realidad de muchos otros países. El caso latinoamericano (y argentino) no sería más que otra de estas réplicas. La manipulación mediática, bajo las órdenes de los grandes capitales -a su vez perpetradores de candidaturas políticas para el beneficio económico propio-, hace bastante que no es denunciada de manera semejante.
Si Carell y Rockwell -éste de gestos faciales endurecidos, al borde de la caricatura- se lo pasan en grande, otro tanto sucede con Christian Bale en la compostura de un Cheney alcohólico y peleón cuando joven, alejado de los libros, dedicado a las órdenes de su esposa (una impagable Amy Adams), inmisericorde, calculador y trepador. Su voz de susurro grave es otro gesto de caricatura que la película ofrece, de perversión: su voz taladra de a poco lo que se le pone por delante, mientras sus ojos miran de manera diferente.
Amy Adams está impagable en su interpretación de la esposa del vicepresidente Cheney.
El límite de la cordura está todo el tiempo a un paso de perderse en el film de Adam McKay, lo que lleva a pensar en la influencia deudora con el humor de los Hermanos Marx, y fundamentalmente los Monty Python. Así como lo hizo el grupo inglés, en El vicepresidente los credits se alteran (y provocan un reinicio en el interior del propio film); las reuniones ministeriales no gozan, necesariamente, de la presencia de gente sensible; las bombas y muertos parecieran meros accidentes; mientras en una escena puntual se relee la famosa mesa de restaurant con menú filosófico de El sentido de la vida, de los Python: ahora, Alfred Molina (otro inglés) oficia de mesero y ofrece vejámenes constitucionales a la manera de un menú, como maneras de proseguir en la acción política.
Televisión, focus groups, publicistas, son visceralmente diseccionados como partes fundamentales de un entramado económico que ha tomado por asalto a la política, con la complicidad plácida de quienes aceptan trabajar más y más (si es que conservan el empleo) para ganar aún menos. Lo dicho lo explicita el mismo film, más aún, lo subraya la identidad revelada de la voz en off. Ese personaje que, sin (querer) saberlo, hizo posible también todo lo que ahora pasa.