El vicepresidente es una comedia que plantea desde un costado que bordea el sarcasmo, y también lo sombrío, la vida y la actividad de Dick Cheney.
Hay sí, algo de nihilismo en el filme, que puede pasar como una biografía crítica, eso sí, de quien fuera el vicepresidente de George W. Bush cuando el ataque a las Torres Gemelas, en un no tan lejano septiembre de 2001.
Y hay también toques a lo Michael Moore, el director de Fahrenheit 9/11, con lo cual decir que la mirada del director Adam McKay es cero condescendiente con el protagonista no es faltar a la verdad.
El filme anterior de McKay fue la mucho más compleja La gran apuesta, una sátira sobre el mundo de las finanzas y específicamente los hombres del mercado. Si aquella película candidata al Oscar era más que sobre las finanzas que sobre los financistas, El vicepresidente antes que ocuparse de la política, lo hace de los políticos.
Que no es lo mismo.
La personificación, o encarnación sería un término más justo y acorde, que hace Christian Bale (el Batman de Christopher Nolan, Escándalo americano) es notable. No sólo por el parecido físico logrado -con varios kilogramos de más- sino en sus movimientos, sus posturas y gestos. Y está también la interpretación, lo interno que se hace externo, visible.
Cheney fue, de joven, un borrachín y peleador, al que su mujer Lynne (Amy Adams, estupenda también) le puso los puntos sobre las íes y supo manejar el patetismo de su pareja. Cheney empezó en la política como pasante en el Congreso sin saber a qué partido apoyar y en silencio fue subiendo, escalando hasta llegar por 0,0092% de los votos en Florida, recordemos, ser vicepresidente de la nación más poderosa del planeta.
McCkay y Bale lo destrozan, pero con altura.
Hay dos escenas que son maquiavélicamente encantadoras. Una, en la que la pareja recita a Shakespeare. En otra, Cheney y los suyos -poner secuaces es demasiado duro- van a cenar y el mozo que los atiende, Alfred Molina, les ofrece platos como Cuerpo del enemigo y otras delicias y manjares cuya enunciación tiene que ver con la guerra en Irak.
La sucesión de gags, el metalenguaje para mostrar el desequilibrio y la enajenación del protagonista son tales que uno desde la platea no puede dejar de reírse aunque lo que se vea no sea precisamente para descostillarse de la risa.