Darlo vuelta. Lo primero que vemos en la película es el breve plano de un avión en ascenso. Y luego, un pezón. Una mujer se levanta de la cama, mareada, inestable, y camina totalmente desnuda por una habitación, buscando sus prendas. Su cuerpo llama la atención, no sólo porque es bellísimo, sino porque el tiempo que el relato le dedica a esa desnudez no es algo común dentro del cine mainstream. Hablamos de unos segundos apenas, y en ese momento quizás no seamos del todo conscientes, pero esa decisión de puesta en escena intenta trascender la simple sensualidad (o la provocación, si quieren) para imponerse como un acto de franqueza, un pacto de cercanía que anticipa el verdadero tema de El vuelo (Flight): el dolor de estar irremediablemente expuestos, sin abrigos, ni control, ni consuelo. La inversión de expectativas es sólo una de las diversas maniobras sorpresivas que contiene la película, pues el trailer nos había preparado para las curvas de un film catástrofe y de repente uno se encuentra sumergido en la desolación de un hombre adicto al alcohol. Y no hay secuencia de acción que pueda superar el espectáculo de esa primera y caudalosa lágrima que vierte Denzel Washington cuando despierta en el hospital y le comunican quiénes murieron en el accidente.
Act of God. Más allá de este bienvenido desplazamiento de géneros (agreguemos que John Goodman aparece dos veces trayendo la comedia pura en su mochila), toda la narración de la película es absolutamente diáfana y sincera. Y ya desde el comienzo, a través de un montaje paralelo, el film advierte que por allí también ronda Nicole (Kelly Reilly), una chica adicta a la heroína que terminará involucrada con el protagonista. Al explicitar ese cruce dramático Zemeckis asume que como demiurgo detrás de la fábula él puede conocer los destinos de los personajes, mientras la historia en sí misma sugiere que en lo real sucede justamente lo opuesto: hay que convivir con el azar y el vacío. La narración jamás especula ni oculta la información esencial sobre la conducta del capitán Whip Whitaker (Washington), y es por eso que uno se siente tan absorbido por este relato, que logra convencernos siempre, incluso frente al delirio del vuelo invertido. Es lícito pensar que el vodka y la cocaína fomentaron en parte el arrojo y la lucidez del héroe para franquear los límites de lo factible. O tal vez no, quién sabe. Lo que queda claro -para el espectador agnóstico, al menos- es que casi cien personas se salvaron gracias a un hombre que tomó las decisiones correctas en el instante preciso. Otros prefieren hablar de milagro. ¿Qué tuvo que ver Dios en esto?, se pregunta Whip mientras en el fondo del cuadro vemos la cúpula de la capilla que quedó destruida por el aterrizaje forzoso. Y ahí recordamos la escena en que el ala del avión le arranca literalmente la cruz a la iglesia, un momento que Zemeckis elige mostrar en cámara lenta, aun cuando eso implica frenar el ritmo de la vertiginosa caída. Podría deducirse que con ese gesto la película anula la posibilidad de la fe religiosa. Pero también podría ser todo lo contrario.
Wilson. Debe ser que a Dios lo necesitamos en la ficción, aunque sólo sea como un personaje más, como función o compulsión. Dios mete su cola en esta historia y se calza distintos trajes con sigilo, casi sin que nos demos cuenta. Para algunos, los mortales no somos más que dados sacudidos en un cubilete planetario, y lo único que Dios puede darnos es la certeza del azar, como dice el joven enfermo de cáncer en una de las escenas más memorables de la película (“Perdemos demasiado tiempo intentando controlarlo todo”). Para otros, hay que rezarle al Señor porque él es gran organizador, el tapón del caos: para muchos sobrevivientes el accidente fue un prodigio divino que hay que leer desde la lógica de la predestinación. Whip Whitaker no cree en nada ni en nadie, y sin embargo en su desesperación final también recurre a Dios. Pero el dios del protagonista, junto con todos los otros dioses que deambulan por el film, no hacen más que replicar aquí el rol que la pelota Wilson cumplía en Náufrago: simplemente, se trata de inventar un amigo con quien hablar. Imaginar que estamos un poco menos solos.
Denzel. Y así y todo, Wilson también se alejaba, y Tom Hanks volvía a estar solo y a la deriva. En Náufrago Zemeckis suprime a Wilson para confirmar la intangibilidad del símbolo frente a la soledad ontológica del ser humano. Hoy es una pelota, mañana será una fotografía, mucho antes fue el sol. Pero ningún símbolo se sostiene sin voluntad, y a esto también se refiere El vuelo. Y aquí es cuando el director decide hacer foco en el cuerpo, pues frente a todos los discursos que buscan darle peso al espíritu, en este film la voluntad no puede disociarse del cuerpo y su obstinada materialidad. ¿Qué puede hacer la razón cuando el cuerpo se empecina en tironear para el otro lado? Nunca lo habíamos visto a Denzel Washington así. Tan titánico y a la vez tan frágil, con tanta tristeza y con tanta necesidad de hundir la cabeza como una tortuga. Él, un actor de porte volcánico, de grandes parlamentos, sonrisa insuperable y dicción contundente, aquí muchas veces se ve obligado a hablar entre dientes, avergonzado, como cuando le pide a una colega que mienta por él, cuando no lo vemos directamente mascullar incongruencias mientras agita una botella de whisky. Es extraordinaria toda la secuencia en el hotel previa al temido interrogatorio, porque allí es donde el actor traduce en cada temblor la ansiedad del personaje y su subversiva abstinencia, para llegar finalmente a ese plano brutal que lo muestra tumbado en el baño, con un rastro de sangre que certifica su estado de inconsciencia. Denzel nos da la espalda, apenas vemos su cara, pero uno no puede dejar de sentir sobre los propios hombros la gravedad de ese físico inmenso y vencido que desde algún lugar callado clama por auxilio, y que a la vez sólo tiene resto para entregarse al abandono. Es así nomás, algo hay que hacer, porque de este mundo no podemos caernos.