Un (melo)drama hollywoodense más
Todo indica que en la próxima ceremonia del Oscar El vuelo –dirigida por el cada vez menos confiable Robert Zemeckis, que pasó de Volver al futuro a Beowulf– deberá conformarse con su par de nominaciones e irse silbando bajito. En la categoría Mejor Actor Protagónico, Denzel Washington terminará aplaudiendo a Daniel Day-Lewis, mientras que en Mejor Guión Original, John Gatins saludará desde su butaca a Michael Haneke, Quentin Tarantino o Mark Boal, autores de los guiones de Amour, Django sin cadenas y La noche más oscura. Esta inminente doble derrota no es de lamentar: de la actual cosecha de nominadas, El vuelo es una de las más chorreantemente hollywoodenses, en el peor sentido de esa mala palabra.
La nominación de Washington es de esas que “van de cabeza” al Oscar: su personaje es un adicto a toda clase de excesos –sexo, droga y música soul–, sospechado de responsabilidad criminal, abrumado por la culpa, arrepentido y, claro está, en resuelto camino a la regeneración. La postulación para Mejor Guión es casi escandalosa. El de John Gatins (cuyo mayor antecedente se reduce al film de pugilismo robótico Gigantes de acero) tiene, gracias a su extenuante despliegue de burdas oposiciones entre la idea de condena moral y la de salvación (explícitamente religiosa, incluso), el grosor de una Biblia. Washington es Whip Whitaker, piloto aeronáutico veterano, muy talentoso pero muy pagado de sí mismo. Whitaker se sube a un avión después de haber pasado la noche en vela, curtiendo con una azafata latina que no cualquiera, y de haberse tomado de todo, rematando con una raya de cocaína en el hotel y un shot de oxígeno en la cabina.
Al subir al avión, otra azafata intenta convencerlo de asistir a la iglesia evangélica. El copiloto, que resulta ser todavía más chupacirios que ella –la película parece escrita por el Ned Flanders de Los Simpson–, lo mira con horror. Y cuando ocurre el accidente –debido a fallas mecánicas y no al estado del piloto, lo más parecido a un matiz dramático que el guión ofrece–, un ala de la pecaminosa nave, ya en caída, derrumba la torre de... una iglesia. En paralelo se asiste al via crucis de una chica adicta (la pelirroja Kelly Reilly), que se arrastra entre sets de films porno, nidos de traficantes y tugurios, rogando por unos gramos de heroína para inyectarse. Si alguien supone que el piloto y la chica cruzarán sus caminos, entre botellas e intentos de recuperación, es que vio demasiadas películas de Hollywood: acertó.
Junto con el (melo)drama de conciencia y regeneración circula el drama judicial, a partir del momento en que se descubre que cuando subió al avión, Whitaker tenía en sangre todo lo que podía tener. Hay un abogado defensor, de esos que se saben todas las tramoyas (Don Cheadle, siempre un grande), un representante del sindicato de pilotos que intenta tapar la condición de adicto del protagonista (Bruce Greenwood, buenísimo también) y una investigadora con fama de implacable (otra grande, Melissa Leo). Unico detalle celebrable, la aparición del inmenso John Goodman, como dealer personal de Whitaker, con colita, camisas floreadas y dándoles órdenes a gritos a abogados, sindicalistas y hasta a los ursos de seguridad de la compañía aérea.