Trapero no renuncia ni por un minuto a sostener la opción por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada.
Compleja, completa, demasiado amplia temáticamente, Elefante blanco es una película interesante, debatible, por momentos desprolija narrativamente, pero sin dudas muy clara ideológicamente y muy arriesgada en el modo de mirar lo real y lo imaginario.
Julián es un cura que sostiene la tradición de aquellos que han asumido la opción por los pobres, en continuidad con la labor del cura Mugica, “el cura villero”, que fuera asesinado por la triple A en la década del ’70. Al comienzo, en una secuencia cinematográficamente cautivante y de una gran síntesis, Nicolás viaja en busca de su colega belga Gerome para traerlo a trabajar junto a él en la Villa Virgen. Allí, junto al cura Nicolás y la asistente social Luciana, viven y desarrollan su labor. La tarea social que llevan adelante es mucha y la consideran inseparable de su tarea eclesial. Particularmente se encuentran abocados a un proyecto de construcción de viviendas sociales en el mismo barrio, para cambiar las muy precarias en las que viven por otras que les den cierta dignidad, sin salir de su lugar, de su barrio, sin perder su identidad como comunidad.
En la trama de Elefante blanco se cruzan el relato sobre el trabajo en las villas con los conflictos personales que los atraviesan ya por la identidad nacional, de clase o sus propios deseos y temores. Trapero y su equipo de guionistas construyen un entramado entre lo particular y lo colectivo coherente, aun cuando no siempre lo resuelven del mejor modo en cuanto a la estructura dramática. Por una parte, quedan cabos sueltos, hay resoluciones apresuradas y un par de escenas innecesarias para establecer un puente obvio entre el presente (ficcional) y el pasado (real, la historia del “martirio” del cura Mugica), mientras que por otra parte la decisión de estructurar la obra desde lo trágico otorga al trabajo un sentido negador de la posibilidad transformadora de la política.
Pero lo importante de esta película es, por sobre todas las cosas, el punto de vista. Trapero no renuncia ni un solo minuto a sostener la opción (de los curas y la propia) por los pobres, por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada frente a una sociedad que no siempre acepta como justos los reclamos sociales de los que nada tienen. Tampoco teme el realizador dar cuenta de la trama compleja que incluye al narcotráfico metido allí, en medio de la villa, imponiendo su dominio y cooptando a los jóvenes para su trabajo, en una lógica que tiene también algo de sacrificial. Pero al hacerlo sabe marcar claramente los límites, y el sojuzgamiento que sobre las mayorías estos narcos imponen.
La organización de la puesta en escena, la construcción de los espacios, el trabajo en la elección de todos los personajes, todo aporta a un relato profundo y contundente. Extremadamente político y valiente en cuanto a la elección de las identidades. La película sostiene al espectador atento constantemente, en tensión y puesto frente a una realidad en la que el director obliga a tomar posiciones. La película es vital y sincera. Más allá de las críticas y discusiones, la película no parece producto de especulaciones. Con sus buenas y sus malas, Elefante blanco es una de las películas que vale la pena ver.