LO DICHO Y LO NO DICHO
Forma y contenido
Hay pocos directores de cine argentinos actuales que se pueden dar el lujo de hacer lo que quieren. Es decir, que cuenten con tal renombre y tal posicionamiento en el ambiente como para no contar con restricciones de ningún tipo al momento de realizar sus películas. Uno de ellos es Juan José Campanella. Y, en estos últimos tiempos, el otro es, claramente, Pablo Trapero. No sólo dirige, sino también co-escribe (junto con sus amigotes de sus films previos, la gente de La Unión de los Ríos, entre ellos Santiago Mitre y Alejandro Fadel, responsables de El estudiante y Los salvajes, respectivamente) y produce (la productora Matanza Cine fue fundada por él y por su esposa, Martina Gusman, con El Bonaerense, en el año 2002) todos sus films. Desde Leonera, Trapero se ha ido introduciendo lentamente en un mundo muy particular: en ese caso, las cárceles femeninas, en Carancho el mundillo de los fraudes de seguros y las guardias nocturnas de los hospitales públicos, y, en Elefante blanco, las villas. Mundos sórdidos, repletos de violencia, de sangre, de injusticia- una marca ya registrada en el cine de Trapero. Si hay algo que no se le puede negar a este director es que ha sabido hacerse un lugar en el mercado y en el público (nacional e internacional), creando un cine cuidado y de excelencia técnica que encuentra en Elefante blanco un claro exponente.
Ricardo Darín y Jérémie Renier interpretan a dos curas de villas muy distintos entre sí: el primero, Julián, es un hombre grande que gran parte de su vida ha estado avocado a la labor comunitaria en las villas; el segundo, Nicolás, es un cura belga, más joven, pasional e inseguro. Nicolás es buscado por Julián para ayudarlo con su actual proyecto: convertir a un enorme edificio que se encuentra inconcluso y abandonado hace 80 años (el "elefante blanco" del título, ubicado en la villa Ciudad Oculta y empezado a construir en 1937 con el objetivo de ser el hospital más grande de Latinoamérica) en un complejo de viviendas para una gran cantidad de habitantes de la villa. Y entre ambos, se encuentra Luciana (Martina Gusman), una ayudante social que sirve de intermediario entre aquel triángulo que conforman el obispado, la empresa constructora y los habitantes de la villa. También es partícipe de otro triángulo (uno en un principio subyacente y luego innecesariamente evidenciado): el que tiene a Julián, a Nicolás y a ella misma como vértices. Julián y Luciana son cercanos a esa villa en particular, hace años han estado inmersos en ella, la conocen y son conocidos, mientras que Nicolás es un extraño, un cura tercermundista que (luego de casi morir en un ataque al pequeño pueblo en el medio de la selva en el que él se encontraba) ve a aquella villa con ojos de extranjero (que de hecho, lo es) y representa, en ese sentido, al mismísimo espectador. Él es utilizado como vehículo del conocimiento aprehendido y por aprehender: junto con él (por medio de él) se nos guía a través de aquellos oscuros pasillos y nos adentramos en la historia de Elefante blanco.
Como hemos mencionado con anterioridad, desde lo formal, Elefante blanco es demoledora. Posee una factura impecable técnicamente, sobre todo a través de la utilización de larguísimos planos secuencia cuya mayor virtud (dejando de lado lo puramente audiovisual) es su capacidad narrativa, su correcta inclusión dentro de un guión que por momentos resulta demasiado visible, demasiado expuesto (sobre esto volveremos más adelante). Ya desde el comienzo, la contraposición de los elementos que, en la trama "maestra" (llamémosla super-trama), conforman la mismísima estructura del film, se ven evidenciados: la constante oposición entre urbanización y no urbanización, entre ciudad y naturaleza, entre los espacios reducidos y los espacios amplios. Ciñámonos a factores concretos: la primera toma de la película consta de un plano fijo de un espacio blanco y acotado, en el que se desliza el personaje de Darín (el rostro de Darín) frontalmente con los ojos cerrados. Una sucesión de planos cerrados y de una cualidad aséptica, con una intensa luz blanca, se contraponen así a los siguientes planos: la noche, la selva, la lluvia, el barro y la muerte. Vemos a Nicolás sumergido en este escenario sórdido y comprendemos la distancia entre ambos, las distintas realidades de cada uno. Luego, la lluvia que vemos allí, en aquella selva es contrapuesta con la lluvia que se vive desde dentro del auto de Luciana. La vivencia es otra, todo se encuentra intermediado, no hay contacto con esta realidad: al verla, la sentimos tan sórdida, tan salvaje- tan ajena. Esta contraposición se vive también en los espacios, deliberadamente contrapuestos desde el montaje: la intención de Trapero es crear una fricción estos dos polos opuestos, así como también, por ejemplo, entre la sala en donde debaten aquellos sacerdotes y obispos sobre las intenciones de colaborar en las villas y las villas mismas.
Quizá lo más creíble y logrado sea justamente el espacio de la villa: posee una crudeza y una dosis de realismo que hacen que por eso solo ya valga la pena ver el film (más aún en una sala de cine). Justamente a través de los planos secuencia mencionados, se nos sumerge en aquel mundo de manera gradual, no forzada. El mejor ejemplo de esto es aquel momento en que vamos junto con Nicolás (detrás de él) a recuperar el cuerpo de uno de los muertos en un enfrentamiento de las bandas internas de la villa. Nos adentramos en aquellos pasillos, pasando de escenario en escenario, de habitación en habitación, hasta llegar al cuerpo mutilado del muerto. Como un descenso mítico, la acción de ir directo hacia el centro de lo desconocido (hacia aquello que jamás conoceremos) encuentra su cumbre máxima en este plano secuencia. En este caso (y a lo largo de todo el film) se destaca la fotografía, desde los encuadres, los ya mencionados movimientos de cámara (de una complejidad asombrosa) hasta la paleta de colores utilizada en cada escena: el cuidado puesto en las gamas que vemos en pantalla en cada cuadro es notable.
La paleta de colores, de una precisión deslumbrante, suma muchísimo a cada plano del film.
Más allá del gran trabajo de fotografía y de edición, hay algo de qué hablar en los intérpretes. El más correcto en las actuaciones (quizá, justamente, porque es el personaje con el que uno más se identifica, por su característica de extraño en aquel mundo) es Jérémie Renier. El actor belga (al que se lo puede ver en el film de los hermanos Dardenne El niño), transmite humanidad y construye un personaje complejo, plagado de dudas, un hombre que quiere- que debe- redimirse frente aquello a lo que no supo hacer frente. Un hombre perseguido por la responsabilidad y por su conciencia de saberse ejemplo de otros- un deber que le resulta una carga, eje principal de su duda a lo largo del film. Darín, en cambio, crea un personaje unidimensional, cuyas dudas son puestas en escena mediante diálogos algo acartonados y secuencias que resultan poco creíbles. Toda la subtrama médica del tumor cerebral que su personaje sufre es completamente gratuita y facilista, justificada únicamente por un guión "de hierro" que, en su rigor, debe buscar una explicación allí, en la trama, para que Julián desee dejar su puesto a Nicolás, una fuerza mayor por la cual se vea obligado a dar un paso al costado en su labor en las villas. Algo similar sucede con Martina Gusman, la actriz fetiche de Trapero. Más allá de que sería interesante ver un film del Trapero contemporáneo con otra actriz que no sea su esposa, su personaje sufre de falencias principalmente en la relación con Nicolás. La pregunta que hace falta aquí es: ¿era necesario que Luciana y Nicolás estuvieran juntos? ¿No hubiera sido más interesante, incluso (recurriendo a las reglas de su propio juego) más efectivo que esa atracción entre ambos nunca se llegase a consumar? Es que resulta forzado dentro de la progresión dramática del propio relato la sucesión de los hechos entre Nicolás y Luciana. Nunca llega a haber una tensión sexual como para que la escena posterior entre ambos se vea justificada: en el momento se nota el gran bache que hay en esta relación y le quita peso dramático al hecho de que un sacerdote (porque esto, teniendo en cuenta al personaje de Nicolás, debería ser importante, y casi no lo es) tenga sexo. Hubiera sido mucho más interesante- y de mayor riqueza a nivel relato- que esta relación se viera implícita en los gestos, en las frases de estos dos personajes en vez de ser explicitada. Pero esto no es posible; la acción se rige a un guión que no deja aire a sus personajes para que vivan (o aparenten hacerlo) y respiren en la pantalla.
Es deber, para dar un cierre a este análisis, hablar del final de Elefante blanco. Se trata, como ya se anticipa desde los primeros momentos del film, de un final apoteósico que, en definitiva, no encuentra una debida correlación con lo que venimos viendo. Porque uno se pregunta la necesidad de un final de esa índole: es como si, desde el guión, existiera una obligación de tragedia en aquellos personajes, como si ya no hubiera suficiente tragedia en el planteo, en el entorno, en el mundo mismo de la villa. Y hay más: la muerte de Julián no solo carece de sostén en la trama misma (que podría ser algo discutible) sino que no nos compromete en lo absoluto. No nos afecta como debería afectarnos porque eso que vemos allí no nos remite (como todo personaje bien construido) a un alguien sino a un algo, a una construcción disfrazada de personaje cuyo único fin es el de un engranaje en una super-trama que sacrifica todo por ser funcional. Es quizá ese el síntoma que desnuda completamente el problema en Elefante blanco: la estructura que debía subyacer- como los cimientos de aquel monstruoso edificio- termina ocupando la pantalla. Es así que vemos elementos de guión, vemos técnicas, esquemas, vemos acciones y recursos en vez de ver personajes que fluyan, acciones que se encadenen desde su causalidad y un relato que se preocupe menos en funcionar dramáticamente y más en permitir(se) crecer y llenarse de vida, que es aquello que, en definitiva, buscamos- y usualmente confundimos- en la pantalla.