Misa, birra, faso
En los años ’60, después de haber ganado premios y prestigio en Europa, Leopoldo Torre Nilsson emprendió algunas co-producciones en las que confluían actores extranjeros reconocidos junto a otros argentinos (con los consiguientes problemas de pronunciación y doblaje) en historias con una visión ligeramente crítica sobre dificultades sociales y políticas repetidas en Latinoamérica. En un par de ellas había religiosos en conflicto con su fe o con sectores de poder: Homenaje a la hora de la siesta (1962) y Los traidores de San Angel (1966). A juzgar por algunas características de Elefante blanco, Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.) parece estar transitando un camino similar. Aceptar las reglas del juego impuestas por productores y dineros ajenos sin renunciar a las propias inquietudes, sigue siendo el dilema.
Si se compara el último largometraje de Trapero con su ópera prima Mundo grúa (1999), hay puntos en común y también diferencias. En ambas –como en otras de sus películas– se observa un evidente interés por problemáticas sociales y por quienes sufren algún tipo de injusticia en los márgenes de los centros urbanos, con cierta curiosidad o admiración por quienes conviven en el seno de instituciones como la Policía, la Iglesia o la familia. Pero si Mundo grúa era modesta y sin golpes de efecto, ya en Carancho y Elefante blanco hay un acercamiento al thriller, con violencia, tiroteos y persecuciones, más cierto grado de espectacularidad en cuanto a despliegue de extras y medios escenográficos, algo no necesariamente negativo pero que, en cierta manera, refleja la pérdida de sinceridad y espontaneidad de sus comienzos.
Elefante blanco parece fundir el estilo urgente, visceral de Pizza, birra, faso (1998, Adrián Caetano/Bruno Stagnaro) con el tema de De dioses y hombres (2010, Xavier Beauvois): un pequeño grupo de sacerdotes empeñados en ayudar a quienes viven en una villa de emergencia en Buenos Aires poniendo en riesgo su vida y discutiendo, más de una vez, cuáles son los métodos más adecuados para hacerlo, a quiénes recurrir para pedir ayuda, hasta dónde sacrificarse sin esperar resultados inmediatos.
De la película se desprenden dos consideraciones concretas: 1) hay un temible grado de violencia marginal en la actualidad, en nuestro país, que incluye pugnas entre narcotraficantes; 2) hay personas dispuestas a dar batalla (e incluso su vida) para paliar estos problemas. Ambas cosas están claras, el resto no tanto. Por ejemplo la opinión de los guionistas (Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre) sobre los roles y la función de la Jerarquía Eclesiástica, de los agentes policiales (que abruptamente aparecen a hacer requisas a sangre y fuego) y de los políticos que andan por ahí como de visita. O los matices entre la labor del padre Carlos Mugica (1930/1974) y la de estos curas villeros, que a diferencia de aquél, no militan en política ni hablan del Evangelio con la misma convicción. En un diálogo entre el padre Julián (Ricardo Darín) y el padre Nicolás (Jérémie Renier, el actor belga de El niño, Las horas del verano y otras), uno le informa al otro –y a los espectadores– que el complejo edilicio semiabandonado (al que alude el título) fue una iniciativa del socialista Alfredo Palacios retomada por Perón, pero nada se agrega sobre la desidia de gobiernos posteriores. Por otra parte, si los conflictos de ambos sacerdotes se ciñen demasiado a cuestiones terrenales (la enfermedad de uno de ellos, la posible sucesión en el cargo) y se los ve celebrar Misa como cumpliendo un trámite, esto puede ser consecuencia de su desempeño en un ámbito convulsionado pero también desvíos del guión en busca de conflictos más atractivos para el espectador.
Como director Trapero sigue siendo hábil, y aquí lo demuestran algunos notables planos secuencia, como uno en el que Nicolás/Renier se interna en los pasillos de la villa en busca del cuerpo de un joven asesinado por narcotraficantes para después acarrearlo trágicamente en una carretilla (escena que recuerda a una similar de Cuarteles de invierno, de Lautaro Murúa). Hay encuadres precisos, una oportuna luz en tonos ocres (de Guillermo Nieto) y un buen plano final para cerrar situaciones previas que se suceden de manera precipitada.
En contraposición, suena a concesión el condimento femenino (con amorío incluido), resultan flojas algunas actuaciones secundarias (como la de Tito Ramos como el obispo), la secuencia inicial en la selva amazónica asoma como un prólogo exótico fuera de contexto, y no se consigue una identificación muy fuerte de los espectadores con el padre Julián de Ricardo Darín, no sólo porque el actor no era el ideal para este personaje, sino porque el personaje está poco desarrollado, casi sin momentos de intimidad en los que exprese sus temores y sentimientos. Permanece, asimismo (como en El bonaerense, Leonera o la misma Carancho), la discutible postura de instalar en un ambiente corrupto o violento a alguien que no es de ese medio.
De todos modos, si lo que Trapero procura es, como declaró recientemente en un reportaje, que su cine sea un medio para “generar espacios de debate y movilizar cosas”, puede decirse que con Elefante blanco volvió a conseguirlo.