Potencia
Después de Leonera y Carancho, Elefante blanco. No, no es una trilogía sobre animales. Pero sí son las tres últimas películas de Pablo Trapero, las tres desde que modificó, o rencauzó el rumbo de su cine, desde que comenzó a trabajar con estos tres guionistas: Santiago Mitre (director de El estudiante), Alejandro Fadel (director de Los salvajes) y Martín Mauregui. Y desde que, en lugar de apagarse luego de los relativos fracasos de público y crítica de Familia rodante y Nacido y criado, apostó más fuerte, con mayor intensidad, por un cine de potencia.
No, ni Leonera ni Carancho son películas perfectas, y tampoco lo es Elefante blanco. Las fallas en esta nueva película son manifiestas: la demasiado “enmarcada” secuencia sobre el homenaje al padre Mugica, con su plano de acercamiento casi periodístico sobre la placa. Esa secuencia es tan artificial que hasta parece no tanto pasarles a los personajes sino imprimirse –como trazo demasiado ostensible– del narrador. Y también es un problema la introducción meramente “guionística” e instrumental (sin peso ni raigambre en la narración más allá de disparar conflictos) del dinero que no aparece para continuar la obra. Y sí, también hay algún exceso de planos de “la relación de amor”. Y hasta acá las objeciones que tengo, porque Elefante blanco es una película que por su potencia, por su desembozada ambición cinematográfica, por sus grandes logros en términos de imágenes, sonidos y movimientos de cámara, por su inmersión conflictiva en el mundo de las villas y por otros motivos, es una de las películas argentinas más relevantes de este año.
Elefante blanco, ya desde el título, no refiere a los personajes sino a un lugar, a un edificio elefantiásico a medio construir, abandonado por el progreso pero no por la gente que lo rodea y que lo ocupa, lo transita para vivir y también para morir (o matar). No hay un protagonista excluyente, y hasta podría decirse que la película está más focalizada en los personajes de Nicolás (Jérémie Renier) y Luciana (Martina Gusmán) que en el de Julián (Ricardo Darín). Y Jérémie Renier, el actor belga de varias películas de los Dardenne, se integra con naturalidad, con fluidez, al igual que el cura que interpreta Walter Jakob, que de alguna manera marca con su presencia la película que podría haber sido Elefante blanco con otra escala de producción, con un protagonista así, menos estrella pero de innegable eficacia e integración con el paisaje. Las conversaciones en movimiento entre Renier y Jakob están entre los mejores momentos calmos, más cálidos de la película. Y Renier, en la secuencia del “pedido del cadáver” definitivamente logra, junto con un trabajo de cámara de un poderío innegable, la secuencia de mayor impacto de la película. Renier es quien entra en territorio ajeno, hostil, desconocido: buena parte del relato está orientado y sembrado según la lógica de la mirada de este personaje recién llegado a la villa (aunque ya conocedor de la pobreza): y sí, su personaje está ahí para que le sea explicada la lógica de la vida en la villa, un recurso narrativo como otros, que depende, como otros, de su uso: que fluya, que no sea intrusivo, que no esté cargado de didactismo vacío.
Como también ocurría con Leonera y Carancho, la potencia del estilo (nada más lejos del minimalismo que estas películas animales de Trapero) convierte a Elefante blanco en una película abrumadora, que se impone con armas que incluyen planos secuencia de impecable realización, música colocada para sacudir, incluso para perturbar, situaciones límite, violencias varias. Elefante blanco, trágica aunque no terminal, exhibe, destapa varias negaciones de uso cotidiano: la pobreza y la marginalidad están ahí nomás, las villas crecen, la lucha de quienes ayudan (en el caso de la película, curas y trabajadores sociales) agobian, agotan y hasta pueden matar al luchador. ¿Qué la vida en las villas no es exactamente así como la describe Trapero? Eso que escuché en varios comentarios en contra puede aplicarse a casi cualquier película y sinceramente lo veo más como un mecanismo de defensa frente a una película dolorosa –y, perdón por el lugar común, urgente– que como una objeción precisa. Trapero, el renacido cine de Trapero pos Nacido y criado, sigue ofreciendo relatos que apasionan, llegan, golpean. Y con unos cuantos recursos de innegable talento y coraje cinematográficos. No es poco, más bien es todo lo contrario.