Otro gran micromundo de Trapero
Muy de a poco, película a película, Pablo Trapero se fue transformando en uno de los directores más talentosos del medio local. Desde el comienzo, tuvo la suerte de romper el molde y llamar la atención con historias que sorprendieron y golpearon en el lugar correcto, como Mundo Grua y El bonaerense. Ya desde aquel momento Trapero priorizaba historias que contaran un mundo (o un pequeño aspecto de ese mundo) que a la mayoría de los mortales nos resulta ajeno. Sea la corrupción en la policía, la vida en una cárcel de mujeres o el trabajo de un abogado que se dedica a lucrar con la gente accidentada, la clave de Trapero siempre estuvo en meternos en un universo desconocido y mostrárnoslo lo más crudamente posible. Y esta no es la excepción.
El Elefante blanco fue un proyecto de hospital durante la década del 50, que a lo largo del tiempo y por falta de inversión quedó en su propio inicio: una gigantesca estructura de concreto que hoy, en medio de una enorme villa de emergencia, alberga bajo sus techos a miles de personas. En esa villa, en ese contexto, trabaja el Padre Julián, un sacerdote más preocupado por el aspecto social que el estrictamente religioso, que cruza medio mundo para encontrar a un viejo amigo, un joven sacerdote francés cuyo proyecto de evangelizar en la jungla terminó en una masacre por parte de un grupo paramilitar. Su idea es salvar a su amigo de esa desazón que lo aqueja mientras trabajan juntos en la capilla cerca del Elefante.
Si sabemos que Trapero y su equipo pasaron un buen tiempo en la villa para filmar y aclimatarse -y si tenemos en cuenta que gran parte de los actores que participan en la película no son profesionales y son realmente habitantes del lugar- es casi una obviedad decir que se trata de una historia de un realismo notable, tan cruda y despojada de adornos que puede llegar a chocar. Es precisamente en este aspecto del filme en donde podemos encontrar el talento de Trapero: en ese realismo extremo expuesto ante las cámaras con una pericia y un estilo difícil de encontrar en otro lugar. El director sabe cómo componer la escena, sabe cómo contar la historia y sabe esencialmente como transmitir esa sensación de adrenalina en el espectador que lo hace enamorarse del cine. Si la mejor escena de Carancho era ver a Martina Gusman encerrada en un consultorio del hospital mientras barrabravas intentaban matarse a su alrededor, Elefante blanco tiene por lo menos tres escenas que logran la misma intensidad, especialmente un plano secuencia que encuentra a dos protagonistas evitando que delincuentes armados los maten mientras intentan matarse entre ellos. La pericia de trapero no es sólo técnica, sino narrativa. Sus personajes nos importan y sus historias nos atrapan, aunque nos metamos con él en el peor de los infiernos.
Elefante blanco vuelve a contar con grandes actuaciones: Darín no hace más que confirmar en cada proyecto que no solo es la cara del cine nacional sino por qué lo se ha convertido en ello. Jeremie Renier (actor belga de gran trayectoria, que incluye filmes como El chico de la bicicleta y Escondidos en Brujas) cumple muy bien con su papel protagónico de sacerdote atribulado y luchador, y el gran elenco de no actores impresiona una vez más por su realismo aún cuando no cuentan con las herramientas que podría utilizar un actor profesional. Martina Gusman, actriz fetiche de Trapero -y también su esposa, claro-, aburre un poco con su estilo, porque sus papeles, sean de enfermera, de presa o de asistente social, siempre se parecen. Da la impresión de que siguiera el mismo personaje que hace tres películas, pero ahora se dedicara a otra cosa.
Si hay algo que no condice con el buen paso que lleva el filme a lo largo de casi dos horas es su resolución: cuando los problemas se van acrecentando y las decisiones apremian, el climax no estuvo tratado de la manera más acertada, dando lugar a una pérdida grosera de la verosimilitud que tan bien se venía construyendo hasta ese momento. Esa verosimilitud que sólo puede verse puesta en jaque anteriormente en algunas escenas que tratan el trasfondo político del trabajo de los curas, en donde los corruptos son demasiado trillados y los "malos" demasiado obvios.
Elefante blanco tiene muchos puntos altos, incluso su manera esperanzadora de mostrar a los sacerdotes que trabajan en las villas, su historia a modo de homenaje de aquel luchador incansable que fue el Padre Mujica y, especialmente, en esa capacidad enorme que despliega Trapero como realizador y que lo pone indefectiblemente entre los mejores directores argentinos de la actualidad. Si la historia flaquea hacia el final no debería prevalecer ese mal sabor de boca, porque el desarrollo general del filme nos dejará contentos como cinéfilos.