Desde los márgenes
Pablo Trapero se ha caracterizado a lo largo de toda una obra, que comenzó en 1999 con Mundo grúa, en ser uno de los pocos directores argentinos en poder trasladar a la pantalla grande temas marginales desde un costado masivo-industrial, y en Elefante blanco (2012) lo reconfirma superándose a si mismo.
Julián (Ricardo Darín) y Nicolás ( el belga Jérémie Renier) son dos curas de los denominados villeros, o sea aquellos que misionan dentro de un barrio marginal. Junto a ellos está Luciana (Martina Gusmán), una asistente social que abandonó su vida para ayudar a los demás. La propuesta de Elefante blanco es, a partir de estos tres personajes, abrir un abanico de historias para poner en crisis diferentes temas como la fe y la religión, el deber y el hacer, el amor y la pasión, la duda y la convicción, tópicos que no siempre van tomados de la mano y que en este caso se convierten en antinomias.
Trapero, es un director al que no se puede acusar de no mantener una coherencia a lo largo de su filmografía. En ella no se juzga los actos de sus personajes sino que se los observa, se los muestra sin maquillaje, con sus errores y aciertos, como seres humanos que son y con el derecho a equivocarse para volver a empezar. En Elefante blanco la duda es lo que los azota y lo que los lleva al límite de sus situaciones. Hay quienes darán la vida por la causa y quienes traicionaran lo más sagrado pero desde un razonamiento que, del que estando de acuerdo o no, resultará válida dentro del contexto que se la muestra.
Si hay una virtud estética para resaltar, más allá de la espectacularidad visual con la que se retrata el espacio, es la no estilización de la violencia. A diferencia de films como Tropa de Élite (2007) o Amores Perros (2000) en los que se utilizaban una serie de recursos estéticos para convertir lo feo en bello, Trapero maneja un registro más documental en el que a través de una imagen sucia, algo movida, evita la abyección aunque no por eso descuida la composición de cada plano magistralmente iluminado por el DF Guillermo Nieto.
En Elefante blanco no hay ningún tipo de concesiones, ni para los personajes ni para el espectador. Es un cine marginal en el que se pone a prueba tanto a los uno como a los otros. A los personajes sobre lo que les toca vivir y al espectador por lo que le toca ver. Imágenes crudas de un mundo ajeno, en muchos casos, pero que podemos encontrar mirando la tele, leyendo el diario o a la vuelta de cada esquina.
Más allá del gusto personal de cada uno, Elefante blanco es una gran película que sigue la línea ideológica de un director que sin traicionarse a si mismo filma desde los márgenes un cine para todos. La masividad no es mala si no hay traición y Pablo Trapero sigue siendo fiel a su idea de un cine popular hecho con calidad y con un perfil industrial.