Tomada como película cuyas imágenes crudas y descorazonadas se graban en la retina y la convierten en afectado proyector de futuras remembranzas, Elefante Blanco empieza y termina de la misma manera: sin diálogos. Tomada como reflejo de una tragedia cotidiana -las villas miseria-, la última película de Pablo Trapero empieza y termina, otra vez, de la misma manera: mal. La exhibición de atrocidades de Trapero elude cualquier introito verbal y va directo a los bifes cuando Julián -el “cura villero” interpretado por Darín- y Gerónimo -Jérémie Renier, -conocido por sus roles en La Promesa y El Niño, ambas de los hermanos Dardenne- el misionero francés recién llegado del Amazonas, se despiertan sobresaltados y resignados al mismo tiempo. De fondo, los disparos y la inconfundible voz de Pity Álvarez (a esta altura del partido, un meta discurso sobre el reviente) inauguran a puro rocanrol otro día en Ciudad Oculta y, el título de la película, con sus letras monstruosas e imponentes, se superpone a una mole de cemento (una construcción semi-abandonada, originalmente pensada por el socialista Alfredo Palacios en 1937 para ser el hospital más grande de Latinoamérica), lo que da como resultado un arranque de esos que patean culos y hacen mover el piecito. Hay promesa de acción y Elefante Blanco la cumple con golpes directos al medio del estómago.
La miseria extrema escenificada por Trapero denota su singular capacidad autoral de aprehender mundos casi siempre inexpugnables, campos cerrados cuyas líneas de fuerza absorben a quienes se acercan a él, anulando la efectividad de todo análisis externo y objetivador. En cada película del cineasta bonaerense se advierte un rechazo de los sujetos colectivos abstractos y preconcebidos en pos de transitar los oscuros meandros de un microcosmos determinado. De vez en cuando, el campo visual impuesto por la cámara permite advertir algo del “afuera”, como esos autos modernos que recorren las autopistas lindantes a la villa, pero sólo por medio de planos generales, de yuxtaposiciones dentro del cuadro. La diégesis impone un carácter férreo, equivalente a su trama de criaturas que nunca ceden.
Más que entregar certezas, Elefante Blanco siembra interrogantes en (y entre) sus personajes. Julián es presentado como un cura bondadoso y comprometido, un digno heredero del Padre Mugica (a quien le es dedicada la película), aunque siempre dentro del protocolo eclesiástico. Distintos parecen ser los pensamientos de Gerónimo y de la asistente social Luciana (Martina Guzmán), más flexibles y combativos. El hecho de no saber demasiado acerca del pasado de este trío protagónico (excepto que ambos hombres provienen de familias acomodadas) implica un acierto en el relato, puesto que los emparenta más profundamente con la sordidez de su aquí y su ahora, con ese presente kamikaze que eligieron para sus vidas. No hay nada más que la intensidad palpable de las acciones, y está bien que así sea.
Sin duda alguna, Trapero es un realista, el más realista (y talentoso) de los directores surgidos de aquella generación que forjó, allá lejos en plena década del 90, esa corriente denominada Nuevo Cine Argentino. Por el horror de lo que muestra, entonces, ésta es su obra más dura y visceral. El travelling que sigue a Gerónimo en su misión de rescatar un cadáver luego del enfrentamiento entre dos clanes de narcos constituye un ejemplo claro de tal contundencia. Frente a la abyección estética de programas televisivos como Policías en Acción, Elefante Blanco aborda con una sobriedad tajante la más salvaje de nuestras realidades sociales. Algo que, en estos tiempos violentos y absurdos, no es poca cosa.