Hace muchos años, viajé por trabajo a la ciudad de San Juan; allí me sorprendió una cosa (algo que hoy no me sorprendería): una mole de concreto que ocupaba toda una manzana, gris, gigantesca. Un esqueleto de cemento recortado solo sobre el paisaje algo árido, rodeado de nada. Cuando lo vi me detuve a examinarlo largo y tendido, no parecía útil para viviendas, ni funcional para un hospital o para una escuela. Recuerdo que le saqué muchas fotos. Un compañero sanjuanino me comentó que ellos lo llamaban algo así como “El monumento a la corrupción”; no servía para nada porque había sido pensado (ya no recuerdo en qué época) como la sede de la gobernación, iba a ser el organismo público más moderno y más grande de todo el norte. No fue nada. Pero quedó erigido como un gran recordatorio de la brutal desidia que nos embarga, en San Juan y en todos lados. Elefante blanco es, un poco –o también–, sobre eso.
Una gran estructura de hormigón se proyectaba para ser el hospital más grande de Sudamérica (esas ansias de grandeza inconclusa que nos gobiernan) en un terreno que de barrio humilde y peronista pasó a ser “villa miseria”. Y esa mole quedó ahí, en etapa de proyecto, inacabada. Los habitantes del barrio la fueron ocupando conforme la necesidad fue mandando. La llaman “el elefante blanco”. El nombre es simple, hace referencia al tamaño y al color, pero también un elefante blanco representa aquello que no vemos y está ahí, abarcando el espacio con su gigantesca incomodidad. Y Elefante blanco es una película incómoda, porque aunque las villas estén ahí, en un abrir de ventanas de un departamento bien burgués de Recoleta, por ejemplo (el del padre Julián), la mirada sobre lo que cuenta es una mirada extraña, es gente de clase media filmando sobre pobres (la frase es robada / adaptada de Los otros de Josefina Licitra), pero a la vez en esa incomodidad y en el recorte parcial reside su mérito.
Pablo Trapero recorta un mundo (a diferencia de lo que hace Iñárritu, por citar solo un ejemplo): no cuenta La historia de la villa, cuenta Una historia de la villa. Tres curas que trabajan y viven ahí, una asistente social y la puesta en marcha de un plan de viviendas y un pibe enganchado con el narcotráfico de poca monta que domina una parte del barrio. El punto de vista se cierra sobre el trabajo de los curas y la asistente que es más bien el del aguante, porque todo intento de mejora se trunca. Y la incomodidad que genera la película creo que se produce por la desesperanza que esta misma desprende. La puesta en escena acompaña el desasosiego, si en Carancho el asfalto, los pies, el suelo en general eran protagonistas de una historia de descensos, en Elefante blanco lo son el barro, el lodo, los días mayormente grises y lluviosos, la mugre, las cosas apiladas, la gente amontonada, la madera que se pudre por el agua. En Elefante… hay obstáculos para moverse, para caminar, ya sea por el barro, los escombros, o para destrabar guita, hay dificultades para avanzar. Quizá por eso mismo es que los planos son cortos, ágiles; incluso, algunos cortes son abruptos; por momentos, el ritmo de la película es disruptivo, y de alguna manera esa brusquedad también se corresponde con el entorno, como la que vemos en la pelea entre Luciana y los trabajadores, en la que casi en off escuchamos como ella le descerraja un “ojalá vivas debajo de un puente” a un tipo que no tiene casa, la incomodidad –y la incorrección política– se palpan ahí, en el que, además, es uno de los momentos más vivos de la película.
Decíamos que en el recorte estaba el mérito de Elefante blanco, en el saber reducir para contar, por eso mismo cuando la historia se abre pierde fuerza (con la enfermedad del padre Julián o la relación entre Luciana y Nicolás), pero gana cuando un personaje se ciñe en un pasillo para ir a buscar un muerto. A veces una mirada extrañada y parcial, independientemente de la fidelidad que se le pueda dar a eso que tenemos tan cerca y tan real, puede contar una buena historia.