El esqueleto de un dinosaurio doliente
La película se sitúa en el adentro de la villa, dando marco a una historia de lucha que es paréntesis entre lo hecho y el devenir. El reconocimiento al sacerdote Carlos Mugica no desde la estampita, sino desde la acción cotidiana.
Entre lo mucho que el último film de Pablo Trapero ha provocado, aparece una dimensión que, si bien no exclusiva de esta película y relacionable al cine todo, aparece aquí de manera relevante. Esto es: el diálogo o el nexo -o límite difuso- entre ética y estética. En otras palabras, ¿cómo adentrarse fílmicamente en lo que se entiende como ?realidad? O también y mejor, ¿qué realidad es la que se construye desde la recreación cinematográfica?
Entre uno y otro ámbito toda película se concibe. Quizás sea éste un tema más patente cuando se trata de dar cuenta de una realidad social que existe de manera cierta, evidente, acerca de la cual lo mucho que se dice -o escucha- aparece teñido, sobre todo, por una discursividad mediática superficial. Es decir, ¿de qué manera plantear una película sobre la "realidad" de la villa? ¿Cómo retratar este ámbito desde el cine? Más aún cuando -situación ésta explicitada en entrevistas por el propio realizador- la procedencia social de quienes filman es ajena al ámbito elegido. Lo que se extiende, claro, de cara al espectador, ya que, a diferencia de un ayer no demasiado lejano, el precio de entrada para Elefante blanco o cualquier otra película se ha vuelto económicamente prohibitivo.
Todo esto como un preámbulo que la película de Pablo Trapero decide felizmente enfrentar. Y desde un primer aspecto que resulta fundamental. En Elefante blanco la cámara está emplazada dentro de la Villa 31. Para lograr esta situación, esta elección narrativa que es, por ello, esencia del film, existen a su vez maneras de instalar o acompañar al espectador hacia este adentro. En tal sentido, los personajes encarnados por Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Guzmán, ofician de manera imbricada, sea entre ellos, sea con el mismo espectador.
Por un lado, el rostro conocido de Darín, simpatía a la que el espectador adhiere y que permite la vivencia del conflicto: eso sí, su primer aparecer, que es a su vez imagen primera de Elefante blanco, remite a un primer plano invertido, índice extraño para, justamente, la complicidad aludida. Por otro lado, los lazos establecidos entre estos personajes, repartidos entre los sacerdotes (Darín y Renier) y la asistente social (Guzmán). Ellos, amigos de tiempo atrás. Uno en Buenos Aires, otro en el Amazonas. Una misma situación de miseria aúna conflictos que se reparten, así, en un mismo continente. Un mismo retrato de miseria que conoce aristas distintas pero desde un mismo escenario, kilómetros más, kilómetros menos.
La figura de Martina Guzmán, en tanto, oficia como vector entre ambos. Figura femenina que sirve de péndulo entre fe y razón, entre sexo y beatitud. Mujer se presume solitaria, plena de vida en su tarea, en sus enojos, en su afecto. Ella es quien vuelve de carne cierta a estos hombres, si no respecto de ellos mismos, sobre todo para recuerdo del espectador. Es decir, no se trata de una película de ceremonias religiosas donde lo que dicta es la costumbre del ritual, sino de personas en medio de un conflicto que han decidido asumir internamente, para el que viven y sufren, pelean y mueren. Allí la carne, allí el sexo, allí la vida, allí el amor, allí los odios.
El gran edificio que los aúna, como promesa incumplida por décadas y en forma de osamenta de dinosaurio, es el "Elefante blanco". Entre sus escombros y paredes al viento se reparten las esperanzas y el fraude, las drogas, la fe, la solidaridad, el socialismo, el peronismo, las dictaduras, los escombros, la democracia. Entre estas piedras la película de Trapero se asume como tal, mientras construye un peldaño más -entre los muchos que esta Babel raída contiene- hacia la figura de Carlos Mugica. No se trata aquí de retratar a curas de estampitas, con santos de pies besados, sino de rememorar de modo activo la tarea del sacerdote tercermundista, al inscribir a sus personajes desde este ejercicio vivo de la memoria.
Sin necesidad de recurrir al decir -porque las palabras son sólo un elemento más del cine, y las peores cuando se trata de dar moralejas-, sino de contar, de narrar, Elefante blanco expone un retrato social que es sismo violento de solidaridad, de reclamo social, de la necesidad de ánimos volcados hacia la organización de una voluntad común. En algún momento, habrá el film de sumirse en su momento cúlmine, con un destino particular para cada personaje. Entre lo que a cada uno de ellos pase, también es mucho más lo que pasa a quienes aparecen con sus rostros más o menos distinguibles que lo supuesto por la fotogenia de Darín. Son quienes circulan por la película de manera sagaz, sapiente, porque pisan un mismo suelo, la misma tierra embarrada de todos los días. La cámara de Trapero los filma todo el tiempo, los hace presentes.
Y es por tal decisión como el realizador puede, una vez logrado este pisar compartido, dar cuenta de una realidad -cinematográfica, al fin y al cabo- que no requiere de declamaciones, brillos retóricos, o explicaciones moralistas. Sino sólo del buen oficio de contar una historia. Y de una manera tan lúcida como para no perder sensibilidad ni como para tampoco perderse en ningún regodeo estéticamente vacuo. Etica y estética, de eso se trata.