No debe haber nada más difícil de retratar que la vida en una villa miseria. El problema es múltiple: se presta a la manipulación, a la demagogia, al regodeo en la miseria, al recorte interesado, a la sordidez a reglamento. En suma: al vil espectáculo para tranquilizar la conciencia de quien puede pagar treinta pesos la entrada al cine. Pablo Trapero, alguien que en cada película intenta ir al núcleo de la situación de base, lo ha comprendido y, por eso, “Elefante Blanco” no cae en ninguna de esas trampas. En lugar de seguir a un único protagonista como en “Mundo Grúa” o “Leonera”, opta por el relato coral. Aquí vemos la historia de un misionero que se ha salvado de una masacre en el Amazonas (el belga Jérémie Rénier, perfecto), de su mentor espiritual que lo lleva a trabajar a Ciudad Oculta, en Buenos Aires (Ricardo Darín), de una asistente social que trata de llevar adelante un proyecto habitacional para comenzar a erradicar la miseria (Martina Gusmán). Hay otros relatos que se cruzan y entretejen con la relación de estos tres personajes (el pibe víctima del paco que no logra salir; la guerra entre narcos dentro del lugar, la demagogia de la jerarquía eclesiástica y los políticos) que hacen de todo un gran laberinto moral que se refleja en ese laberinto físico cuyo eje vertical es ese enorme edificio abandonado. Trapero comprende que el universo de las villas es inasible y, con honestidad, se limita a contarlo lo mejor que puede. Y logra un film ambicioso, complejo, casi épico. Es decir, un acto de valor.