Yo vengo a ofrecer mi corazón
Historia sobre villeros, y no la villa, con Ricardo Darín.
Como en El Bonaerense y en Leonera , Pablo Trapero vuelve a centrar a sus personajes en un ámbito específico –la Policía, la cárcel, aquí es la villa-, instituciones u organizaciones cuyos límites el protagonista tratará de flexibilizar, ya que dentro de los mismos el padre Julián -como Zapa en El Bonaerense , o Julia en Leonera - no se siente cómodo ante lo que ve. Cada uno sabrá cómo modificarlo, y cuánto los modifica a ellos. Los personajes se mueven más en los márgenes que lo que burocráticamente las instituciones querrían.
No es lo mismo ser policía que cura, pero lo que Trapero sabe mantener es el tema: la integridad.
Julián es un cura villero, que sigue el sendero que trazaron muchos otros en la senda pastoral, con el padre Mugica como estandarte (el homenaje al sacerdote asesinado en 1974 es explícito en la trama, y también en la construcción del personaje central, que vive en Recoleta y mira por la ventana la Villa 31). La Iglesia junto a los habitantes de la villa están construyendo unas viviendas dignas para ellos, allí mismo, al lado del Elefante blanco, un enorme complejo que nunca se terminó, y Julián, más una asistente social (Martina Gusman) pelean codo a codo para que la tarea llegue a buen fin.
Trapero no hace un filme sobre la villa, si no acerca de los villeros. Deambula con su cámara por los pasillos, los muestra en sus actitudes diarias, destapa las desigualdades, evidencia la violencia social y la impunidad con que el narcotráfico se apodera de sus vidas y familias. Habla de la cultura villera desde afuera (los personajes centrales no son producto de la villa, sino que llegan para mejorarla) para comprenderla desde adentro.
El realismo (la utilización del plano secuencia, por caso, implica no realizar cortes en la toma y mostrar las cosas como son) se apodera del estilo de Trapero, un director que en la secuencia inicial demuestra qué gran puesta en escena es capaz de realizar.
Elefante blanco , de nuevo como El Bonaerense y Leonera , marcha a partir de un protagonista. Julián tiene muchos frentes a los que estar atento –la función sacerdotal, la seguridad en la villa, las trabas de la Iglesia, y su salud- y cuando la cámara se aboca a seguir a otros personajes, su figura se agiganta en cuanto reaparece.
¿Por qué? Porque Julián, cuando está terminando el filme, no es el mismo que fue a rescatar a Nicolás -un cura belga que no pudo impedir la masacre de una población indígena en el Amazonas en manos de los narcos- para que lo ayude en Buenos Aires. Lo que suceda en la villa podrá seguir siendo siempre lo mismo, pero lo que le pasa a los personajes, no.
Se podrá estar en desacuerdo con algunos procederes del trío protagónico, o cómo Trapero y sus guionistas deciden que termine cada uno de ellos en la historia. Pero la riqueza surge en la confrontación, en las contradicciones de Julián, de Nicolás y de Luciana.
Ricardo Darín compone con una ductilidad encomiable, para que los distintos estados de ánimo por los que atraviesa Julián peguen hondo en el espectador. Jérémie Renier, habitual en los filmes de los hermanos Dardenne, se aleja del típico personaje extranjero que mira lo que sucede, confiriéndole nervio y sangre cuando así lo requiere la historia, y Martina Gusman, menos protagónica que en Leonera y Carancho , construye, maneja con sus miradas más que con su cuerpo todo lo que pasa por dentro de Luciana.