Potente drama social con un creíble Darín
Como productor y director, Pablo Trapero mejora en cada película. Esta fue todo un desafío, y lo sacó adelante como corresponde. Se trata de un tamaño drama social de acción y también de reflexión, con muchas secuencias impactantes y pequeños detalles objetables, sobre dos curas villeros y una asistente social trabajando en Ciudad Oculta. Los libretistas no son muy católicos que digamos, y el relato se centra demasiado en tres personas, pero está muy bien dirigido y pega debidamente, con una fuerza que llega a todos los espectadores. Algunos se espantarán, por supuesto.
La anécdota es simple, tan solo refiere una lucha cotidiana y eterna. La situación es compleja. Por las callejuelas se entremezclan personas que quieren vivir tranquilas, bandas de narcos que manejan en la zona, pibes dopados como chinos en un fumadero, mentes confundidas, policías de infantería, obreros que quisieran trabajar en un plan de viviendas pero no tienen quién pague los jornales porque la plata se pierde en algún escritorio, y curitas que se desloman por ayudar y más de una vez reciben los palos. Encima ellos también son seres humanos.
La película está dedicada a uno de veras, el padre Mugica, muerto a tiros el 11 de mayo de 1974. Los fieles de su Villa 31 le erigieron un pequeño santuario, que acá se entrevé en una escena, donde alcanza a leerse parte de su oración más conocida: «Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro (...). Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz». Casi 40 años después, la hora de la luz sigue lejana. Lo único que sigue cerca, como anticipo, o ilusión, de esa luz, son los curas villeros. Nadie sale del cine sin sentirles respeto. Pero también se siente muy cerca la sensación de lo imposible, de lo inútil, del fracaso.
Deliberadamente, la obra, bien realista, tiene cinco cierres sucesivos, todos rápidos. El primero es a tiro limpio, muy amargo. Después vienen los otros, incluyendo uno muy grato para muchos y sobre todo muchas, hasta llegar al más significativo. Cada espectador elegirá con qué final quedarse. Que es como decir, qué camino prefiere. El elefante blanco del título es el regalo de una misión que puede agotar a cualquiera. También es la mole abandonada de la Villa 15 que muchos bienintencionados, en la película y en la realidad, sueñan transformar en un monobloc habitable, y que empezó a construirse en 1938 con destino de hospital. Un símbolo argentino, como puede verse.
Muy bien Ricardo Darin. Algunos lo ven demasiado lindo para cura, pero recordemos que el padre Mugica también tenía su pinta. Dato de cinéfilos, el único antecedente de «Elefante blanco» es un pequeño film braso-argentino sobre curas de favela, «Pedro y Pablo», de Angel Acciaresi, 1973, también llamado «Tercer Mundo» o, algo mejor, «Lucharon sin armas». Actores, Pedro Aleandro, Jardel Filho, José María Langlais.