En el Ojo de la Tormenta
Thierry Frémaux afirmó recientemente que el cine argentino estaba al borde del suicidio y que el único que lograba diferenciarse era Pablo Trapero. Este comentario recibió muchas críticas. Algunos enfatizaron el hecho de que Frémaux y Trapero son amigos, que el director de Carancho se ha vuelto un abonado a Cannes, que Frémaux solo ve un tipo de cine argentino. Todo puede ser cierto. Pero hay algo innegable. A Pablo Trapero le sobra coraje artístico y siempre va a la búsqueda de nuevos desafíos.
El cine de Trapero se agrandó. De la humildad de Mundo Grúa, pasó por El Bonaerense (su mejor película hasta la fecha), siguió con Familia Rodante y llegó hasta Nacido y Criado. En ese transcurso de su filmografía, se notaba un Trapero que empezaba a buscar un estilo, una estética, una temática que, por un lado, lo identificara como autor pero, por el otro, no lo encasillara en un estilo único y cerrado. En esta etapa –podría decirse- más experimental de su filmografía, vemos un gran esfuerzo por explorar el lenguaje audiovisual y superarse. Si en Mundo Grúa vemos un análisis del obrero desde su punto de vista, sin caer en lugares comunes y con un lenguaje parecido al neorrealismo, en El Bonaerense nos encontramos con un policial seco, reflexivo y distinto. Con Familia Rodante quiso probar suerte con la comedia dramática pero el resultado fue desigual. Lo mismo con Nacido y Criado, acaso una de las películas más meticulosas en lo que respecta a utilización de material fílmico (70 mm), con una puesta en escena hipnótica. Estos trabajos, desiguales pero igualmente interesantes, permitieron que Trapero madurara como cineasta. Esta evolución fue paralela a la de su mujer, Martina Gusman, en el rol de actriz. La unión de ambos permitió que desarrollaran dos films más brutales en su concepción narrativa y cinematográfica: Leonera y Carancho. Ambas posibilitarían que Trapero tuviese otro nombre, que fuese un autor internacional a tener en cuenta.
Y acaso, la unión entre el primer Trapero y este último, más jugado en términos de producción, dan como resultado Elefante Blanco, una producción a la altura de grandes obras épicas latinas o europeas en donde confluyen el drama, la acción y, a la vez, el retrato de una realidad social. Quizá gracias a la repercusión de Ciudad de Dios o Amores Perros, es posible que hoy en Argentina se concrete una obra como Elefante Blanco.
Por suerte, la película de Trapero es mucho menos manipuladora, demagógica e hipócrita que las obras de González Iñarritú o Meirelles. Sin embargo, en su pretensión y ambición, también deja al descubierto algunas falencias narrativas que, si bien no terminan manchando el resultado final, pueden llegar a hacer ruido en una reflexión pos-visionado.
Elefante… toma como protagonista al Padre Nicolás, un cura belga que, tras sobrevivir en una masacre dentro una tribu en la selva amazónica, es rescatado por el Padre Julián, un cura argentino que trabaja en Villa Lugano, donde queda el famoso Elefante Blanco, un hospital que iba a ser el más grande de Latinoamérica, abandonado en su construcción por los diversos gobiernos de turno. Dentro de la Villa, ambos curas deberán enfrentarse con los problemas de drogas de los adolescentes, los continuos cruces con la policía federal y los inconvenientes económicos para construir viviendas que están avaladas por la Iglesia Católica.
Como es de prever, los protagonistas continuamente cuestionan su propia fe (cómo puede, por ejemplo, existir un Dios en un sitio tan violento) y ponen en duda que lo que están haciendo termine sirviendo para algo, o incluso que estén del lado correcto. No solamente ellos tienen estas dudas; también hay dos voluntarios sociales -Juliana y Cruz- que continuamente piensan si deben seguir o no trabajando en aquel lugar olvidado por los gobiernos. Teniendo en cuenta esta trama, no es muy difícil ver una inspiración directa de la figura del padre Mujica (el sacerdote luchador y de izquierda que vivía en villas).
Acaso uno de los problemas mayores del film es que son demasiadas subtramas en una sola, haciendo excesivo lo que Trapero desea contar. Esto hace que su duración de casi dos horas termine quedando corta. Y si bien el personaje de Nicolás tiene un excelente desarrollo y profundidad emotiva, se va perdiendo en el avance de las diferentes historias. Hay demasiadas cosas para contar en esta película: los chicos que pueden encontrar una salida, el enfrentamiento entre pandillas locales, la intromisión de la policía, las obras que desarrolla la iglesia, la influencia de estos “padres villeros”, el lugar de los asistentes locales; todo esto sumado al desarrollo de las relaciones entre los protagonistas mismos. Hay por lo menos dos subtramas que están de más en el film y no se resuelven. Si las hubiesen omitido, la película sería mucho más concreta y redonda.
Sin embargo, esto no quita que la película sea atrapante, entretenida, movilizadora. Hay varios factores ajenos a lo narrativo que permiten que Elefante Blanco sea, quizás, la película nacional más interesante para analizar en los últimos años. En especial en lo que respecta al análisis del punto de vista y de la estilización visual.
Respecto del primero, al igual que en gran parte de su filmografía, Trapero toma el punto de vista de la persona que entra en una nueva comunidad. En este caso, Nicolás y su infiltración que le permite a Trapero situar la cámara en el centro de acción: el Elefante Blanco. Ese siniestro esqueleto donde pueden dormir tanto los curas como los adictos al Paco. A través del personaje de Julián, vamos conociendo los diversos parajes y personajes dentro de la Villa, sintiendo una constante tensión en cada puerta que se abre, cada persona que pasa corriendo al lado de los protagonistas. Pero así como Trapero no obvia el costado más violento y policial, tampoco deja de lado la parte humana, la contradicción, los sueños y los deseos de la gente. La manera en que ellos viven, tratan de salir adelante y se preocupan por lo suyo. La película incluso termina preguntándose si no son mucho peores los que viven fuera de la Villa que dentro de ella.
El segundo aspecto para destacar es la impresionante puesta en escena. Trapero recorre todo el Elefante Blanco y los pasillos de la Villa con extensos planos secuencia, filmados con steady cam, que siguen a los personajes. Esto, además de permitir construir la geografía de la villa, permite que el espectador sea un testigo, un habitante más de ese espacio. Es increíble, desde este punto de vista, la precisión de los movimientos, la coordinación, la tensión que se vive. La presentación dentro del Elefante Blanco seguramente sea el más extenso plano secuencia filmado en la historia cinematográfica argentina. Guillermo Nieto, director de fotografía y cámara, logra superarse a sí mismo con este trabajo. Primero por la calidad que tiene cada imagen, la nitidez; el aporte del grano en ciertas escenas y, a la vez, el arriesgado trabajo que supone iluminar cada espacio de la villa en forma distinta, teniendo en cuenta que no va a haber cortes en el medio. En cada escena no sucede una sola cosa, sino decenas. Algunas confluyen en la trama central, otras, no, pero ayudan a comprender cómo suceden las cosas dentro del mismo barrio.
Por este motivo, es muy destacado el montaje, ágil y dinámico, acompañado por la banda de sonido de Michael Nyman, que contiene pasajes de tensión a cargo de coros eclesiásticos, que hacen recordar a la música de Ennio Morricone para La Misión. El colaborador habitual de Peter Greenaway (también compositor de La Lección de Piano y Gattaca, entre otras) sorprende por la manera en que se integra sonoramente al contexto villero. Es extraño cómo pueden convivir en un mismo sitio el barroquismo de Nyman con el rock del Pity Álvarez.
Trapero pone detalle a cada historia que está detrás de la principal. Cada una suma verosímil a la hora de construir este micromundo con su crudeza y naturalidad.
En este sentido, las interpretaciones de los actores de la Escuela de la Villa (su lenguaje, sus movimientos) son imprescindibles para generar verosímil y crear un clima de naturalidad. Aportan mucho las actuaciones de personajes secundarios como Walter Jacob, Mauricio Minetti y fundamentalmente, Martina Gusman. Tres actores que parecen inmersos en el entorno de la villa como lo estará, con el correr del metraje, Jeremie Renier (mejor que en las películas de los Dardenne, sin desbordar y contenido, siempre verosímil), que a la media hora nos olvidamos de que es belga e incluso un actor, y lo que vemos es un cura envuelto en un contexto socio político al que trata de imponerse.
La pieza más irregular es Ricardo Darín. La gran figura del cine nacional tiene excelentes momentos, muy creíbles, y otros en lo que parece tener otro código de actuación, más obvio, menos contenido, similar al de la televisión.
Pienso que Ricardo es versátil y busca no caer en su propio estereotipo pero, por momentos, su actuación se vuelve demasiado "artificial", demasiado asociada a personajes que interpretó en otras películas previamente, y esto termina contrastando mucho con el registro actoral realista del resto del elenco.
Aunque tiene sus desniveles narrativos y no todas las subtramas cierran perfectamente, el esfuerzo, la intención, la crítica y la posición que toma Trapero con esta obra es claro. Es verdad que está pensada para que en otros países el público no se sienta expulsados de los códigos nacionales, pero lo que muestra es suficiente para crear una crítica, que no se tira contra ningún partido específico, pero que apunta, a la vez, a la historia, al abandono y corrupción, y a cómo las consecuencias de lo que no se hizo se incrementan cada día.
Potente en sus imágenes, reflexiva, intensa. Elefante Blanco logra un retrato cultural y social que no debe pasar inadvertido y que debería provocar la discusión entre los protagonistas, organismos estatales y privados. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver?
A pesar de no ser tan sólida a nivel narrativo, tener algunos errores y golpes bajos innecesarios, la octava obra de Trapero lo consolida como realizador y confirma que las palabras de Frémaux no se refieren tanto a que una película sea mejor o peor, sino a que Trapero es un director que busca nuevos desafíos y que tiene la osadía de llevarlos al extremo y, especialmente, de concretarlos.
Con la crudeza que lo caracteriza, esa impulsiva capacidad de pasar violentamente de un primer plano a uno general y quedar así ante una escena clave, rehusándose a incrementar clima y tensión, Trapero se perfecciona, se mantiene fiel a otros trabajos pasados (especialmente al tono y estilo de El Bonaerense y Leonera) y homenajea, de paso, a un grupo de personas que buscan mejorar un poco este mundo con honestidad y fe.
Aunque suene inverosímil, esas personas existen