El realismo de Pablo Trapero se sumerge en los marginales pasillos de una villa de emergencia.
Un monstruo derruido destinado a ser lo que no fue, historias de realidades cruzadas, un deseo y un trasfondo social. Con esos elementos Pablo Trapero vuelve a detenerse en el terreno del cine realista para crear una película cruda, directa y emotiva. El director con cada largometraje cuenta una nueva fábula de marginalidad, pero mientras en Carancho y Leonera había un recorte un poco más acotado, en Elefante Blanco eligió la grandilocuencia y la espectacularidad.
Julián (Ricardo Darín) es un cura que intenta simbolizar el trabajo de decenas de sacerdotes en las villas metropolitanas. Está desgastado y ya no tiene las mismas ganas. También están Nicolás (Jérémie Renier), un cura francés al que le tocó presenciar una escena traumática de violencia y Luciana (Martina Gusmán), una asistente social. Los tres se relacionan con distintos personajes secundarios, chicos excluidos del sistema escolar y adictos al paco que pasan sus días en la villa 15 de Lugano, pero que aparecen de un modo periférico, por eso la película en ningún momento se confunde con un documental. Es una historia de ficción con referencias a la realidad social, enmarcada en un espacio existente, que logra transmitir el dramatismo y la densidad de esa vida a través de planos y secuencias que impresionan.
La película logra atrapar, pero cae en algunas obviedades y exageraciones. La referencia a Carlos Mujica es innecesaria y demagógica porque no tiene ningún tipo de relación con la historia que se cuenta, no era necesario agregar una referencia que sólo aporta al lugar común de la corrección política. Otra de las exageraciones es el modo en que se representan las actitudes clasistas. Los personajes de clase media que se acercan a la villa para ayudar aparecen como inmaculados, mientras que los pobres una vez más son relacionados con el delito y el narcotráfico. Los curas son demasiado solidarios y desinteresados, y los policías demasiado ignorantes y asesinos, como una trama de superhéroes enmarcados en la miseria.
Pero hay otros acercamientos que están muy logrados, como el deseo sexual del cura francés al que no se juzga ni se aplaca con lecciones morales, o el cuestionamiento a los ámbitos más jerárquicos de la iglesia católica. En el medio, se cuentan las guerras entre narcos de la villa, la incursión de la policía y la construcción de viviendas con trabajadores a los que no se les paga. Ricardo Darín y Martina Gusmán, que ya habían trabajado juntos en la película anterior de Trapero (Carancho), logran actuaciones medidas y convincentes, pero no llegan a brillar como en otros papeles.
La ambientación es lo que convierte a Elefante Blanco en una gran película, con escenas memorables como el tiroteo entre los pasillos embarrados de un barrio oscuro y olvidado, o los recorridos por las habitaciones y escaleras de ese gran edificio que fue ideado para convertirse en un hospital enorme para asistir a los desprotegidos y terminó siendo un depositario de historias de injusticias y exclusión.
El cine no tiene, o no debería tener, una función didáctica sino estética, y el abordaje a la pobreza es explícito y desconfigurado. A la película la salva la fuerza narrativa y el modo de mostrar un espacio de referencia reconocible que resulta conmovedor. Elefante Blanco pierde en sutileza y creación de matices, pero gana en su potencia visual, su trama simple y entretenida, y el riesgo de abordar temáticas sociales con una postura personal. En el resultado final resaltan las virtudes sobres los defectos y tiene más importancia la construcción de un clima de época demoledor.