Un muy buen film de Pablo Trapero que aborda el tema del sacerdocio verdadero, el que se la juega en el barrio carenciado y renueva un debate posible ¿para quiénes deben trabajar los emisarios de Dios?
Por Teresa Gatto
Esas cosas que la vida tiene no me permitieron ver antes este film. Pero sí, recordar que hace pocos días se cumplió otro aniversario del brutal asesinato del Padre Carlos Mugica. Muchos fueron los homenajes de los concientizados con que la labor de la Iglesia es socorrer al necesitado y no lanzar panegíricos desde un púlpito de oro tratando de influir en los destinos de la Nación. Yo le diría respetuosamente a los Cardenales que se creen papables “muchachos, le siguen llamando limosna a la ayuda porque creen que el pobre necesita limosna. Dejen sus sueldos ahora y conviértalos en ayuda. Arremanguen la sotana y vayan a la Isla, atrás del Mercado Central y pónganse a laburar de una buena vez. Porque Dios, que existe, está allí mismo, no en sus dorados reclinatorios, o también pero, en La Isla, mucho más, estoy convencida, sino no sobrevivirían ni un sólo día.
Perdón por la digresión. Regreso a Pablo Trapero (Mundo Grúa, Bonaerense, Leonera, Carancho) y a su modo de filmar de modo impecable una historia en la misma entraña de la necesidad: la Villa 31, aunque aquí se llame Villa Virgen.
El padre Julián, un siempre correctísimo Ricardo Darín, tratará de lograr que Nicolás, muy bien logrado por el actor de origen belga Jérémie Renier, un sobreviviente de una matanza de pobladores originarios, tome su legado y trabaje junto a Luciana, encarnada por la siempre orgánica Martina Guzmán, una trabajadora social atea y tal vez por ello a salvo de ciertos dilemas que el pecado suma sobre las conciencias cristianas.
Pero nada es tan fácil en esa zona de exclusión que tiene a la guerra narco como fuente de violencia y de sustento de muchos y a la vez, retoma de algún modo el debate sobre para qué sirve un sacerdote. Porque las tensas relaciones entre estos curas llamados Tercer Mundistas, hace 30 años ya, y la jerarquía eclesiástica pacata no se queda fuera del conflicto a narrar. Como tampoco la violencia que Trapero describe con la dosis justa sin hacer de su film un retrato del espanto que significa habitar en esas ciudades casi sin Dios.
Las razones de Julián para buscar un sucesor están expuestas en los primeros minutos del film, junto a su inmediata búsqueda de Nicolás en Bolivia para secundarlo en su tarea. El guión a cargo del propio Trapero y quiénes hicieron el exitoso texto de El estudiante, exime de complejidades a los tres personajes protagónicos porque los planos secuencias que muestran con maestría lo difícil que es acceder al interior de uno de estos barrios, lo arduo de la tarea de evangelizar cuando el afuera les grita “otro”, “otro, “sos el otro”, “el excluido”, “el del margen”, fuera de nuestras leyes católicas, burguesas, confortables, sólo mirados para cruzar de vereda al verlos pasar, representan una situación que de por sí lleva a la reflexión y también a cierta impotencia por no poder, no saber o no animarnos a sentir esa vocación de ayuda al otro, perdón, al prójimo. Eso es cámara, guión y buen montaje, sin vueltas. Si hay una sola posibilidad de ayudar, un sujeto que lleva la palabra de Dios no puede correrle el cuerpo al intento de cambiar un estado de cosas. No debería.
Si Leonera, Bonaerense y Carancho retrataban esa condición lábil en la que los sujetos en crisis nos movemos presos de instituciones, vigilados y castigados por burlar las normativas que, performativas nos atan las manos o nos desatan el gatillo, Elefante Blanco da un paso más en ese trabajo de Trapero de ahondar en la impotencia y el trance de asumir o esquivar un compromiso y de llevarlo hasta el límite.
Vuelvo a la digresión. Desde algún lugar del universo estelar, el Padre Carlos Mugica agradece al igual que los espectadores cierto merodeo por eso que damos en llamar conciencia social y que el artefacto estético permite espiar de tanto en tanto y más cuando es cercano, autóctono y muestra esas vidas tan distintas a la mía y a la suya y tan idénticas a la hora de dejar de latir. Arriba, Dios no hace distingos.