Para que quede claro desde un principio hacia dónde apunta este comentario, debo decir que me gusta el cine experimental. Incluso, diría, me gusta la experimentación que se esta haciendo en Argentina, sobre todo en cortometraje, reconociendo en este sentido que existe una cierta tradición que la avala, no en cantidad, pero sí en calidad.
Elegía de abril, la última película de Gustavo Fontan (El árbol, La orilla que se abisma) no es cortometraje, dura 62 minutos, es un largo corto diríamos.
Aclaro también que vi Elegía de abril en el cine Gaumont, unos quince días después de estrenada, un viernes por la noche. Que la sala estaba con bastantes más espectadores de lo esperado, público de viernes a la noche. Sala, que sabemos es la “km 0” del cine argentino.
Elegía de abril experimenta sobre varias cuestiones: primero y principal la memoria familiar, un abuelo ausente, varios abuelos en escena puestos a recordar su padre muerto; luego experimenta sobre la manera de hacer una película; el detrás de la escena que gira semánticamente hacia los modos de hacer, incluida la idea que enfrenta a la persona real con el actor que la interpreta (Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg); en tercer lugar la película de Fontan experimenta sobre las imágenes como sistema de operatoria poética.
Sé perfectamente que hay ciertas percepciones para las que hay que estar dispuesto. Y que no hay películas en las que no puede uno zambullirse racionalmente porque va por mal camino. Las imágenes inconexas o antinarrativas, ciertos objetos puestos en abstracto, por ejemplo, asociadas solamente en su voluntad poética. Un gato parado en la puerta de la casa durante unos minutos, y una cortina que se mueve y devela (o cubre mejor dicho) objetos de esa casa llena de cosas antiguas. Los planos son fotográficos porque describen. Pero lo que describen es un tiempo interno: donde lo real se confunde con lo ficcional.
¿Qué puede tener de interesante un nieto bajando del placard paquetes de libros envueltos en papel madera, atentamente observado por su abuela? O un abuelo diciendo “ni loco tomo ese té de yuyos”. El improvisado camarógrafo insiste en que vuelva a decir esa frase pero en pasado.
Salvador Merlino, el abuelo real del director de esta película, poeta olvidado, como muchos otros, es homenajeado en esta Elegía que toma el título de su libro póstumo "Elegía de abril". Y que recuerda, sí o sí, en mucho a las Elegías de Sokurov. Madres, hijos, padres, nietos, una cámara que a modo de continuun sigue a sus criaturas por esa casa laberíntica y vieja, como el tiempo.
El otro día me escuché diciendo que experimentar no es lo mismo que ejercitar, y lo que dibujé intuitivamente en ese momento, viendo la pelicula de Fontan tiene ahora algún sentido: el ejercicio es probar y equivocarse y volver a probar, el experimento es fijar una rareza, darle sentido simbólico, poetizar voluntariamente.
Lo bueno de la película de Fontán viene después de verla y de pensarla: el pasado es también en todo caso esa rareza que hay que detener.
El público del Gaumont salió muy enojado, eso sí.