Magia y pérdida.
El proyecto del director Gustavo Fontán parece ser enorme, imposible. Filmar lo infilmable, eso que a cada rato se escapa: la memoria y el tiempo, las huellas secretas de aquello que, a falta de un nombre mejor, denominamos realidad; el sentimiento de pérdida y el modo implacable en el que sus señas permanecen sobre el mundo, como signos caligráficos cuya repentina visibilidad se adquiere a fuerza de mirar tenazmente a nuestro alrededor. Es que, en verdad, el cine de Fontán podría estar sostenido en la premisa de que el cineasta no sabe prácticamente nada de antemano. No tiene pertrechos suficientes ni una guía confiable, apenas lo asisten la intuición y la voluntad. Claro que con eso no se hace una “película” cualquiera, mucho menos una “peli”: más bien se hace otra cosa, de una calidad diferente. Un cine hecho en condiciones semejantes produce algo distinto, se aventura por los mismos senderos donde desfilan los fantasmas, que tienen semblantes difusos, proverbialmente elusivos.
¿La casa que vemos en Elegía de Abril es la misma que vimos en La madre? En todo caso, el chico es el mismo: Federico, el hijo de Fontán. Como si enhebrara un código de sangre, el director permite que la biografía y el sueño establezcan de una vez y para siempre una alianza de implicancias todavía por descubrirse. Elegía de Abril es un canto en estado de vigilia que no reniega de la pulsión incomprensible y arrebatada del sueño ni toma, sin más, lo pedestre y cotidiano como único reaseguro de un orden verdadero y perdurable. Por el contrario, este cine prefiere adentrarse sin red en lo desconocido, confrontar con su material para fundirse inesperadamente en él; para encontrarse, de golpe, con que no se sabe qué hacer, cómo seguir adelante. Como en el momento en el que la mujer que asiste al hallazgo de las cajas donde yacen unos libros intocados, salidos de la imprenta y olvidados desde hace cincuenta años, y cuyo autor es nada menos que su padre, se niega a seguir siendo filmada: “No quiero actuar más. Me cansé”, dice. Una vez más, el cine del director se torna una madeja de consistencia delicada ante la cual la percepción parpadea, incapaz de darse una tregua en la que el deslumbramiento ceda el paso a una comprensión cabalmente racional de lo que vemos. Elegía de Abril replica el nombre que da título al libro encontrado y se convierte, con un movimiento terminante, en rotunda continuación de la poesía por otros medios.
Aunque tiene en su centro el vacío de una pérdida, Elegía de Abril es melancólica de un modo extraño, apenas perceptible. El desdoblamiento de personajes reales y actores produce un vuelco definitivo que establece el modo en el que el cine puede acercarse al mundo: encarnándolo, poniéndole una cara y una voz. Pero lo mejor del caso es que ese mundo al que se intenta domesticar con la representación no termina nunca de desvanecerse. En cambio, persiste como síntoma y advertencia: el cine sólo se acerca al mundo, hace fintas con su propia sombra, como mucho se repliega sobre sí mismo para apechugar el sinsabor de una derrota largamente presentida. En el cine de Fontán son esas presencias las que más cuentan. Las que se conjuran y hacen magia. Las que le comunican, no al suyo sino a todo el cine, que aquello que se agita y gira a nuestro alrededor es opaco y en última instancia inaprensible. Como en el mejor cine, la falta de certezas deberá ser un alimento. Una clase de combustible difícil de conseguir, un estallido de júbilo cocido en el silencio y la sombra que ponga la mirada siempre en marcha, que la afile, que extraiga el aliento provisorio con el que seguir buscando.