Memoria de familia
A través de una filmografía pequeña en torno a su producción, pero grande en cuanto a los sentidos que despliega, Gustavo Fontán ha ido gestando una poética en donde la imagen y su registro es un tema central. Con esta nueva película indaga en la memoria de su propia familia a través de la obra de su abuelo, el poeta Salvador Merlino.
Ya en El árbol (2006) Fontán se sumergía en una eterna pregunta: la de la herencia. La posible desaparición de un árbol le servía para reflexionar sobre la fragilidad de la vida y la persistencia del recuerdo. Recuerdo -claro está- fragmentario, incompleto. Un tema ampliado en su nueva obra, que emerge del encuentro con los tomos de la obra que le da título al film, que estaban en prensa en el momento del fallecimiento de Merlino.
Si en su película anterior, La madre (2009) el realizador trabajaba la imagen desde un manierismo casi pictórico, aquí apuesta por la saturación, la mixtura de formatos, la cámara en mano. A tono con su estética, sus padres, su hijo y él mismo deambulan por la película, rememorando y trayendo al presente la biografía y obra de este artista. Hay una voluntad verista en la aproximación del registro cotidiano, en donde el trabajo con la banda sonora resulta crucial. Pero Fontán impregna a su nuevo relato de una atmósfera fantasmagórica, cargada de sentido a través de la ausencia.
¿Qué vínculo entre la obra y la vida de su abuelo se puede desplegar en el anecdotario familiar? ¿Qué sucede cuando este vínculo produce confrontaciones ya no entre los que se fueron, sino entre los que quedaron? En un momento decisivo, los puntos de vista de sus padres se bifurcan, y entran en escena Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para continuar con la indagación. En este juego de presentaciones y representaciones hay mucho del Godard más anárquico (si se me permite el parangón político) y de la obra (la literaria y la cinematográfica) de Margarita Duras, en cuanto a la exploración obsesiva de cómo la producción de sentido de la historia y de la memoria suelen seguir carriles bien distintos.
Desde ya que Elegía de abril (2010) es una obra “abierta” e inconclusa adrede. La cámara digital de Federico Fontán (el bisnieto) puede decir mucho del espectador contemporáneo, pero esta aseveración y tantas otras quedan a libre interpretación del receptor. Se trata de una película compleja, que demanda un espectador capaz de aceptar este relato poético tan revelador y emotivo.