Por la memoria familiar
A través de su particular estética, Gustavo Fontán continúa explorando su pasado familiar, buceando en sus raíces para revelar secretos, objetos escondidos, pasados ocultos. En El árbol –su mejor film– fusionaba las presencias y ausencias de sus padres junto la naturaleza, donde una gota de agua cayendo sobre una acacia cobraba protagonismo. En Elegía de abril es el turno del abuelo escritor que dejará sin publicar su último libro al momento de su muerte. Medio siglo después, sus veteranos hijos y parte de la familia (entre ellos, el director) rescatan ese texto inédito del poeta. Pero la apuesta de Fontán, en este caso, no se queda en el registro del documental cotidiano, en la cámara que explora los rincones de la casa a la búsqueda de esas páginas inéditas.
A los 20 minutos de la breve duración de Elegía de abril, el verismo documental se cruza con la reconstrucción ficcional, con las apariciones de Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros, quienes encarnarán a los personajes centrales de la historia familiar. Mientras la casa y sus mínimos rincones es mostrada a través de colores ocres y naranjas con una puesta de cámara que, en varias ocasiones, incomoda por la gratuidad de sus movimientos, Fontán combina documental y ficción con resultados desparejos. Frente a un prólogo verista y que se relaciona con anteriores trabajos del director, la ficcionalización de la historia, la dramatización del mínimo conflicto y la forzada reiteración de pequeños climas que se establecen entre la pareja actoral protagonista, estrangulan las pretensiones iniciales del film. El secreto, en ese punto, se revela demasiado pronto.