Una casa hecha de recuerdos y fantasmas
El autor de El árbol vuelve a trabajar sobre una experiencia personal que logra trascender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo.
El cine de Gustavo Fontán siempre ha trabajado un registro íntimo en un sentido poético, más allá de si su inspiración es una reinterpretación de la obra de Juanele Ortiz, como sucedía en La orilla que se abisma (2008), o toma como excusa la exhumación del libro póstumo de su abuelo, Salvador Merlino (1903-1959), como sucede ahora en Elegía de abril. Esa intimidad esencial de los films de Fontán tiene a su vez un fuerte anclaje familiar, que aquí es casi aún más poderoso que en El árbol (2006), la primera entrega de una trilogía dedicada a la casa de Banfield donde nació el realizador y de la que esta nueva elegía dedicada al transcurso del tiempo es su segundo capítulo.
La singularidad de la obra de Fontán radica precisamente en la operación por la cual aquello que pertenece al ámbito de su propia experiencia personal alcanza a transcender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo y sobre los ecos que el pasado sigue haciendo resonar sobre el presente. Es la mirada, el punto de vista de Fontán el que hace la diferencia, su capacidad para ver el detalle revelador y profundo allí donde otro director apenas vería la superficie de las cosas. Y las cosas, los objetos, la casa misma son determinantes en Elegía de abril, un film cargado de reminiscencias, empezando por esos libros que el abuelo de Fontán llegó a recoger de la imprenta, pero que nunca alcanzó a distribuir, porque pasó de un sueño a otro. “Tuvo la muerte de los santos”, recuerda Mary, su hija, la madre del realizador, que al comienzo del film parece que será la protagonista.
Es ella quien intenta sacar a su hermano Carlos de la postración en que se encuentra, recluido en su cuarto, dedicado a sus recuerdos, “pagando viejas deudas de amor”, como él mismo dice. Es ella quien autoriza a sacar los libros de Merlino del armario donde estuvieron recluidos durante cincuenta años, para que vuelvan a respirar fuera de su mortaja de papel madera e hilo sisal. Pero el esfuerzo parece demasiado y de pronto la señora Mary dice: “Ya no actúo más, me cansé”. Allí Fontán da cuenta de su desconcierto, del quiebre que produce esa determinación en la película, desnudando el artificio del cine. Los planos, que hasta ese momento eran cerrados, se abren y se ve al sonidista con su “jirafa” y al propio director, repartiendo entre su equipo los libros de su abuelo, como si con ese gesto diera por terminado el film que acababa de iniciar.
¿Verdad o artificio? Poco importa en un film que se ocupa de borrar las fronteras entre documental y ficción. Ante el renunciamiento de su madre, no tardarán en llegar dos actores a la vieja casa de Banfield. Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros tocan a la puerta, saludan a Mary y a Carlos y asumen sus personajes, sus manías, sus tics. Se diría incluso que sus recuerdos. Hay una suerte de ejercicio de memoria emotiva en sus improvisaciones a la vista. Es evidente un espíritu lúdico en ese juego en el que personas y personajes comparten un mismo plano.
En un film que asume esos riesgos, no se puede pedir homogeneidad. Hay momentos que funcionan mejor que otros. La textura de la cámara profesional compite con la camarita digital que opera el hijo de Fontán y no siempre queda claro por qué la edición elige uno u otro registro. Hay tiempos muertos que se cargan de significados y otros que pesan quizá más de lo que deberían. Pero hay una secuencia, cerca del final, que le da al film su verdadero carácter fantasmagórico, una puesta en abismo en la que los actores parecen perseguir por los pasillos y por las habitaciones de la casa los cuerpos de aquellos de quienes tienen que apropiarse, aquellos a quienes tienen que “encarnar”. Mientras, se sigue escuchando, imperturbable, la tenue, solitaria campana de un reloj carrillón, que clava sus horas como agujas en la conciencia.