Elegía de abril

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Fantasmas que juegan a las escondidas

Representar no es otra cosa que renovar la mirada. Es reconstruir con lo que se tiene y con lo que no se tiene un espacio diferente, que visto desde una cámara (en este caso dos: una que registra lo que la otra filma) siempre resulta distinto pese a estar poblado por objetos inmóviles que no son otra cosa que la huella de algo que ya no está. Objetos que evocan presencias; que evocan fantasmas que se niegan a ser recordados.

Pero es la memoria, la de los recuerdos pasados, aquella que se empecina en atraparlos y de esa forma revivirlos aunque más no sea en esa instancia efímera que puede durar un parpadeo o un abrir y cerrar de ojos. Elegía de abril es el nombre de un libro de un poeta, Salvador Merlino –abuelo de Gustavo Fontán- que durmió durante casi 50 años en un estante y por ese capricho de la memoria recupera identidad a partir de este nuevo opus del mismo nombre, un desafío cinematográfico que nos propone el realizador de El paisaje invisible.

Como se decía anteriormente y siguiendo una línea conceptual, que ya aparecía tanto en El árbol y en La madre, la idea de la representación cinematográfica expone aquí sus dobleces en un relato de búsqueda en donde la poética del director suma elementos, como por ejemplo el de exponer el artificio del cine en un improvisado set de rodaje en la casa familiar donde vivió por más de 20 años, con actores reconocibles de la talla y prestigio de Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg, que vienen a ocupar los roles que los verdaderos protagonistas, la madre del director y su tío, rechazan en medio del rodaje.

No obstante, lejos de quedarse con la mímesis de los actores, lo que se convoca verdaderamente en este film es el disparador de los propios recuerdos y fantasmas a partir de un espacio donde la realidad se diluye; y la casa, atestada de objetos, deviene espacio lúdico en el que la cámara y sus presas se trenzan en la lucha entre lo oculto y lo revelado y el propio Fontán reflexiona a partir de las imágenes (meritorio trabajo de Diego Poleri en la fotografía) y fragmentos sobre los propios límites del registro y la enunciación de lo que ocurre.

No importa tanto el nombre de Salvador Merlino o la casa familiar del barrio de Banfield más que como anécdota o pretexto narrativo. Lo verdaderamente trascendente en Elegía de abril –quizás el cierre de la que podría denominarse trilogía de Banfield si el director lo permite- es la voz de un poeta y la presencia de un gato negro de ojos inquisidores que nos mira como aquel de La orilla que se abisma en ese viaje mágico por el rio para confrontarnos con otro poeta como Juan L. Ortiz. La de Merlino es la voz de un poeta que nadie escucha pero que vive en el silencio de los objetos que la evocan como un busto sin ojos que le ganó la batalla al tiempo y a la muerte.