LOS FANTASMAS MATERIALES
Fiel a su sistema estètico, el nuevo film de Fontán confirma el carácter solitario de un cineasta que no renuncia a seguir sus obsesiones y convertilas en planos cinematográficos
“El cine es un arte de fantasmas, una batalla de espectros… Es el arte de facilitar que los fantasmas regresen”. La sentencia, extraña pero precisa, es de Jacques Derrida, el famoso filosófo de la deconstrucción. Así lo expresa en un film no lineal dirigido por Ken MacMullen, Ghost Dance (1983). Allí, Derrida se presenta como un fantasma, un ventrílocuo de otro mundo que habla a través de su cuerpo.
Lo que dice el autor de El animal que luego estoy si(gui)endo se aplica a la perfección al último film de Gustavo Fontán. Un libro surge de las cenizas: guardado en un placard por más de 50 años, Elegía de abril, del poeta Salvador Merlino, libro póstumo de un género casi póstumo, el poético, que siempre parece estar destinado a la postergación y al anacronismo, es redescubierto cuando la hija del autor decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que otros decidan, eventualmente, sobre su precario futuro. En efecto, María no sólo establece una herencia y una posta, y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética. ¿Cómo seguir con un film en pleno desarrollo en el que la protagonista decide darse a la fuga?
Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra su autopoiesis. Lo que vemos, al menos, insinúa que Fontán está una vez más capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una existencia real y poética, la de Salvador Merlino, configuran un dilema universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y convertirlos luego en fantasmas materiales.
Aquí no se trata, como en El árbol, de decidir sobre la suerte de una acacia. Lo que está en juego, en esta ocasión, es la misma existencia de una película. En otras palabras, Elegía de abril cuestiona, entre otras cosas, la voluntad arqueológica del cine, el imperativo del registro, o el reencuentro con lo que ya ha sido y que el poder de una cámara puede llegar a resucitar. En el inicio del film, la madre de Fontán anuncia su retiro en pleno rodaje, y su hermano sintoniza ostensiblemente con este deseo. El cineasta expone el problema y la solución. A los veinte minutos llegarán los reemplazos. El supuesto documental sobre el hallazgo literario deviene en una ficción. Lorenzo Quinteros será el tío, y Adriana Aizemberg será la madre del director. La película muestra la llegada de los actores y sin previo aviso tomarán los lugares de los dos protagonistas. Todo se repite o, en realidad, se yuxtaponen lo real y su representación, y, eventualmente, la trama avanzará hacia algún lado, venciendo el complot de sus personajes iniciales.
En el cine reciente de Fontán puede divisarse una confrontación dialéctica entre una deriva narrativa (relato) y una poética del registro orientada a la experiencia perceptiva (contemplación). En La madre, un film que materializa a través de sus planos una depresión psicótica y un drama edípico, Fontán alcanza una nueva dimensión de su cine: su proclividad a la contemplación del tiempo se hilvana sensiblemente con un relato mínimo pero preciso. En Elegía de abril este desarrollo continúa y evoluciona en una dirección todavía más conflictiva. Diríase que el dilema ya no es solamente cómo inventar un modelo narrativo que no desestime ni traicione el ADN de su mirada, sino algo mucho más temible y caro para el director. La negativa de su madre a filmar y el doble registro desconcertante y arriesgado (la home movie, literalmente en manos de su hijo –una presencia poderosa en los dos últimos films–, evidencia una modalidad amateur en contraposición al virtuosismo formal característico de los camarógrafos de Fontán) son señales de que el sistema del realizador está en proceso de cambio. Es un pulso novedoso que late en el film; un espectador (o crítico) que desconozca las películas del director podrá creer que existe aquí una imperfección. Es cierto que no hay un equilibrio entra la desprolijidad de las imágenes del hijo oficiando como camarógrafo y la firmeza lúdica y lúcida de los característicos planos del director. Aquí, el montaje, la unión de una perspectiva de cámara con respecto a la otra perspectiva, no parece finamente articulado. ¿Es una debilidad del film? Posiblemente sí, aunque quizás exista en esa asimetría de composición un impulso destructor en el que se presiente otro orden de creación. Pero lo esencial pasa por otro lado: es el deseo de superar la familia como institución poética y Banfield como territorio simbólico. En Elegía de abril se inicia un viaje hacia otra parte. Es quizás demasiado temprano para saberlo. No se trata de la elegía del abuelo, sino de la elegía del propio realizador con su propia herencia sensible.
Es por eso que Elegía de abril es un film de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los objetos. La única figura viviente fuera de esta prisión simbólica es el gato de la casa. En ese sentido, la casa hasta posee una sonoridad. Hay una música concreta y pretérita por la que suena más el pasado que el presente. El bellísimo plano en el que la abuela “falsa” de Fontán es observada tras el vidrio irregular de una puerta va tomando preponderancia. Lo real se despedaza, pierde su nitidez, y una ontología onírica, quizás suprasensible, desplaza la representación realista de un hogar cotidiano.
Hacia el final, el film alcanzará instantes sublimes y fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando esta epifanía de otro mundo, una intuición del paso a un territorio de donde nadie ha regresado para describirlo. Algunos movimientos veloces en zig-zag en donde las apariciones repentinas de su madre se confunden con las de la actriz que la ha reemplazado van enrareciendo el orden de lo visible y el mundo ordinario. Es un método, un tránsito de lo ordinario a lo extraordinario.
¿Alguna vez Fontán confrontará con la Historia? ¿Podrá su sensibilidad como cineasta traspasar el resguardo de la intimidad y lo doméstico? ¿Dejará Banfield y encontrará otro cosmos, más conflictivo, menos protegido por la austeridad casi monacal que destila su cine? Un gran cineasta como Sokurov filmó la muerte de una madre, pero también supo contar la secularización de una deidad japonesa. Los grandes cineastas se imponen desafíos. Fontán tiene un camino, pero su destino es felizmente incierto. Y es un gran cineasta, a pesar de que su cine todavía no ha sido reconocido del todo, y mucho menos visto.