El desprecio
La película comienza con un largo plano fijo sobre las ramas de un árbol raquítico desde donde se distinguen los cristales de un departamento lujoso mientras se escuchan gritos de cuervos como telón de fondo. Las señales mortíferas asociadas a la representación de la riqueza van a extenderse progresivamente a todos los estratos sociales de la película. Zviaguintsev calibra los encuadres, las luces y los desplazamientos de cámara con destreza, pero su innegable talento formal está puesto al servicio de un relato esquemático cargado de un pesado simbolismo. El director ilustra con cinismo, misantropía y brocha gorda un mundo sin esperanzas poblado por personajes al borde de la caricatura.
Elena se despierta en el inmenso departamento silencioso y comienza los preparativos de la mañana con una dedicación mecánica. Ella y su marido duermen en habitaciones separadas y por las noches cada uno se apoltrona delante su televisor. Zviaguintsev nos muestra un mundo de gente deshumanizada. El marido es un empresario desalmado y mal padre que representa a los nuevos ricos de la era post comunismo; entre ellos y los pobres no hay nada, sólo Elena se mueve entre los dos polos exageradamente opuestos. La película multiplica los signos de miseria durante los desplazamientos diarios de la protagonista: trabajadores inmigrantes cruzando la calle, mendigos en el tren o jóvenes sin nada que hacer al pie de sórdidos edificios conglomerados. En uno de estos refugios sobrevive el hijo de su primer matrimonio. Zviaguintsev retrata al grupo de desamparados de un modo aún más grosero: el nieto pasa sus días delante de una consola de videojuegos cuando no sale con su barra de amigos a pegarle a los vagabundos, el padre escupe a la gente desde el balcón y no hace otra cosa que tomar cerveza a la espera de que la plata le caiga del cielo, y completa el cuadro una madre con crisis de autoridad que sólo es buena para hacerse embarazar.
El director se coloca en su lugar de demiurgo y desde ahí observa con desprecio a todos los personajes, describiendo a los ricos y a los pobres con la misma crueldad y trazo grueso, recargando las diferencias de clase y su enfrentamiento simbólico tosco. La increíble redundancia del relato está subrayada por la música grave y sentenciosa de Philip Glass que aparece con una regularidad establecida. La puesta en escena virtuosa, con sus planos secuencia elegantes, calculados y ostentosos, no hace más que acentuar la uniformidad y el didactismo que caracteriza a toda la película.