Recelos de clase
Como en El regreso (2003), donde sometimiento y rencor recorrían sinuosamente la existencia de dos adolescentes para quienes un padre era alguien querido pero también misterioso, Andrey Zvyagintsev (1964, Novosibirsk, Rusia) cruza en Elena sentimientos contradictorios, logrando un estudio taciturno y ligeramente malicioso sobre recelos sociales.
El film adopta desde el principio el punto de vista de Elena (encarnada por Nadezhda Markina, admirablemente comunicativa y contenida), no del todo cómoda en la opulenta casa que comparte con Vladimir, su esposo millonario, quien por momentos parece más amo que marido. De a poco el espectador irá conociendo detalles de esa relación y de las familias de ambos, incluyendo hijos ociosos (de matrimonios anteriores), debilidades, fortalezas y actitudes diferentes en torno al dinero que a unos les sobra y a otros les falta.
Es cierto que hay detalles que parecen algo obvios o subrayados, pero los sarcasmos de la hija del millonario (la bella Elena Lyadova), el silencio y la estéril agresividad del nieto adolescente de Elena, y –desde ya– la ambigua generosidad de la protagonista, hacen al film impredecible.
En verdad, no es fácil encontrar en el cine actual una película que, como ésta, discurra con seriedad sobre tantas y tan sustanciales problemáticas: la (im)posibilidad de entendimiento entre personas de diferente extracción social, el peso del dinero en la vida de las personas, el amor padre-hija/madre-hijo, los rasgos de personalidad heredados, la fragilidad con la que el egoísmo o la desesperación pueden llevar al delito y éste a la culpa. En el planteo de Elena pueden apreciarse, del mismo modo, alusiones a una Rusia todavía (o de vuelta) signada por diferencias sociales, aunque mucho de lo que ocurre aquí podría trasladarse tranquilamente a países como el nuestro (los comentarios del indolente hijo de Elena sobre la obligación que -supone- el rico tiene para con él, y los de éste sobre la pereza de los más humildes y su falta de previsión al traer hijos al mundo, resultan inevitablemente familiares).
Elena no es una película cruel ni compleja. A veces crea expectativas que terminan diluyéndose –como cuando Vladimir ve cruzar a un grupo de obreros por la calle o el nieto de Elena sale de noche a pelear con una pandilla–, pero siempre observa y cuenta con delicadeza.
Elipsis y planos secuencia llevan y traen al espectador por los distintos ámbitos con una elegancia formal enrarecida por la música de Philip Glass y los gestos desasosegados de los personajes, signos que parecieran imprimirle solemnidad pero que, en realidad, conducen a una cautivante atmósfera de sospecha e inquietud.
Por Fernando Varea