Chabrol a la rusa
Los cuervos dan la nota disonante en el último film de Andrei Zvyagintsev, director de la aclamada El regreso (2003); los cuervos y, eventualmente, las erupciones camarísticas de Philip Glass (gran soporte para el director ruso) sugieren que algo no anda bien en esta tranquila, casi antiséptica ciudad del oriente europeo. Elena y Vladimir viven en una lujosa mansión, pero su vínculo es precario. Él es un viudo adinerado, varios años mayor que ella. Ella era enfermera. Conoció a Vladimir cuando lo hospitalizaron, diez años atrás. Quizás entonces se enamoró. Ahora, lo único que le importa del viejo es la plata, que necesita para ayudar a Sergei, su hijo (un Homero Simpson desocupado), con una familia en vías de desarrollo. Vladimir ayuda a regañadientes; no es su obligación mantener al hijo de su esposa, que para él es un vago. Y la situación empeora cuando le cuenta a Elena que el grueso de su fortuna la heredará Katerina, su única hija, quien ni siquiera lo visita.
Zvyagintsev es soberbio al mostrar el abismo de los estratos sociales, sobre todo durante el reencuentro de Vladimir con Katerina; pese a reclamos de larga data, Katerina comparte con su padre un humor refinado, casi cínico, y ese matiz, por mínimo que sea, volverá a unirlos. Entonces, ¿Vladimir es justo o egoísta? Y por extensión, ¿la solidaridad debería ser compulsiva? En esencia, Elena es un Chabrol a la rusa, y muy bien logrado. Pero toda la estilización que el director pone al servicio del suspenso en la segunda mitad del film (la música de Glass, la fotografía despojada) de algún modo ahoga interrogantes magistralmente esbozados, de alcance universal.