Ella

Crítica de Marina Yuszczuk - Otros Cines

Amorosa soledad

“Cuando amo, soy muy exclusivo”. Se supone que lo dijo Freud, o por lo menos así lo cita Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso cuando le toca meterse con esos asuntos aguerridos de los celos y las exigencias. Pero no deja de ser conmovedor imaginarse al tipo que trabajaba de explicar a los otros siendo de pronto tan poco explicativo, tan caprichoso, dando lugar a lo irracional de reconocer que en el amor lo normal es ser un niño celoso que mataría a los hermanos con tal de no tener que compartir a la madre. Hay pocas cosas que puedan matar tanto y tan pronto al amor, o a la idea idealizada (sí, lo sé, redundancia) del amor que consiste en pensarse el enamorado en una especie de burbuja con el otro en la que el mundo y los demás se suspenden, como la aparición de un tercero. O un cuarto. O un quinto, sexto, séptimo, un batallón de mil, todo un mundo de usurpadores potenciales gracias al cual uno deja de ser LA persona, el rey del corazón del otro, el único, para pasar a ser sólo uno más entre tantos, rebajado de pronto a una mediocridad que hiere, que anula. Así es como se revienta una burbuja.

En Ella (ganadora del Oscar al mejor guión original y candidata segura a ganarse un lugar de culto en la línea de otras películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, de Michel Gondry; y Perdidos en Tokio, de Sofia Coppola), Spike Jonze se mete con esa burbuja, la construye delicadamente aunque parta de un argumento insólito porque cuenta con una materia prima fundamental: la mirada de Joaquin Phoenix, la misma que le dio sustancia a esa otra gran película intensa que es Los amantes, de James Gray.

Phoenix es un hombre separado y algo retraído que en un futuro muy cercano trabaja de algo que ya está casi extinguido -escribir cartas a mano- y habita un gran departamento semivacío y vidriado que hace del confort y la posibilidad de contemplar la ciudad desde la altura, cosas que sólo resaltan la soledad del que está aislado.

Como el presente de Eterno resplandor…, el futuro de Ella es este mundo tecnológico apenas difuminado por retoques que le dan a la ciencia y a las máquinas un lugar un poco más preponderante del que tienen ahora (¿o será el mismo lugar que ya tienen?) en la vida de las personas y sus emociones. Menos interesadas en la fantasía futurista que en resaltar apenas una línea del presente, así como Eterno resplandor… planteaba la posibilidad de borrar el recuerdo de un amor doloroso, Ella da por sentado que en ese casi-no-futuro es un asunto admitido que las personas se enamoren y tengan relaciones de pareja con sus máquinas, o mejor dicho, con sistemas operativos más desarrollados que reúnen -exceptuando los cuerpos- toda esa lista de requisitos que se conoce normalmente como “personalidad”.

Claro que, como contrapeso intenso de la mirada y la expresividad facial de Joaquin Phoenix, el film tiene a la voz de Scarlett Johansson como la “Ella” del título, la enamorada, una voz tan sedosa y divertida a la vez que casi no hace extrañar el cuerpo de la rubia. Con esa maravilla de casting es posible burlar toda la ridiculez potencial del asunto, y Jonze lo consigue con una película que por momentos también es lúdica y divertida, y eso le agrega inteligencia donde podría haber una solemnidad no requerida (de paso, me gusta que, junto con Cuestión de tiempo / About Time y su primer encuentro en un rebuscado restaurante para ciegos, últimamente hayan aparecido un par de películas que en el más visual de los medios tratan de recuperar esa otra dimensión del oído como detonante del amor, casi como encuentro directo con el alma del otro, si es que por alma se entiende la risa, la manera de acariciar con las inflexiones de la voz, y ese tipo de seducción que se reparte a medias entre el tono y el modo de usar las palabras).

Con el carácter fantasmático del amor -ese que no cambia mucho ya sea que amemos a una persona, al poster de una película o una maceta con su respectiva planta, porque después de todo, ¿qué es lo que amamos en el objeto amado? ¿Al cuerpo más la personalidad, o a esa sustancia esquiva que siempre está un poco más allá de nuestro conocimiento, nuestra posesión y nuestro alcance?- se mete Ella, que tiene en Amy Adams un complemento depresivo y femenino del melancólico Joaquin Phoenix. Y que además, cuando parecía que todo el conflicto iba a centrarse en la evidente y limitante falta de cuerpo de Samantha, el sistema operativo adquirido por Phoenix, se permite dar un giro mucho más interesante que es posible, también, a fuerza de tomarse en serio la bizarra relación planteada.

Creo que es el respeto y el amor por la imaginación -porque es ahí donde se alojan irremediablemente los mundos habitados en la intimidad y las personas amadas- lo que le permite a Jonze, acorazado en ese Joaquin Phoenix que hace real y bello todo lo que toca, ser consecuente con un planteo que termina por tratarse mucho más de las emociones, o de ese oxímoron que alguien enuncia como “emociones reales”, que de la relación con la tecnología. Da la sensación de que desde el principio las escasas películas del director tuvieron como asunto a esa realidad como cavada por topos -ampliada pero también atravesada, agujereada, rota- que es la realidad imaginada. Y ahí se arma una línea que conecta suavemente a Ella con Donde viven los monstruos, la adaptación del cuento de Maurice Sendak donde ese nene que se queda solo porque lo mandan a la cama sin comer se parece al protagonista de Ella después de la separación, y el niño que se abre un mundo a fuerza de pensarlo y de creer en él no se diferencia del todo del enamorado que, en el momento de sentir, se mueve casi como un loco en un mundo imaginario.