La cultura del control
Junto con los amish y huteritas, otras dos sectas cristianas ortodoxas que han sobrevivido a lo largo de las centurias sin demasiados cambios, los menonitas son un típico producto de la Reforma Radical de los Siglos XV y XVI, vertiente todavía más conservadora y ascética de la de por sí ya bastante conservadora y ascética Reforma Protestante de Martín Lutero y Juan Calvino contra aquella Iglesia Católica. Siguiendo las enseñanzas del teólogo y líder religioso Menno Simons (1496-1561), sujeto que adoraba pelearse con las faunas católica, luterana y calvinista, el menonismo forma parte del movimiento evangélico anabaptista pacifista, una acepción no confrontativa del protestantismo que pretende aislamiento social y por ello se ha pasado prácticamente toda su historia huyendo de país en país cuando los Estados modernos procuran asimilarlos dentro de la cultura hegemónica de cada estructura administrativa nacional y/ o imponerles un idioma que no sea el plautdietsch, un dialecto arcaico del alemán, así las comunidades en cuestión pasaron de vivir en Prusia a mudarse primero a territorio ruso en el Siglo XVIII y después a Canadá y Estados Unidos ya en el Siglo XIX. A partir de la Primera Guerra Mundial se acrecienta el chauvinismo belicista en gran parte del globo y lo que interpretan como ataques a su identidad y modo de vida, por ello comienza un éxodo paulatino hacia Latinoamérica que abarca países como Argentina, México, Uruguay, Colombia, Brasil, Paraguay, Perú y Bolivia, donde su puritanismo suele chocar con el hedonismo tecnófilo moderno y el clientelismo político de cada población.
Fue precisamente en Bolivia donde las comunidades menonitas se ganaron la fama de monstruosas por dos sucesos, primero la contaminación y deforestación extensiva para la producción de soja comprando tierras fiscales, movida que se lleva adelante mediante empresas agrarias de estos colectivos fundamentalistas que incluso expulsan a indígenas y pequeños campesinos autóctonos, y segundo un episodio de violaciones masivas en la denominada Colonia Manitoba, donde entre 2005 y 2009 un centenar de mujeres y niñas fueron ultrajadas mientras dormían por un grupo nunca del todo definido de hombres del propio asentamiento, lo que derivó en 2011 en una condena de 25 años de cárcel para siete de los perpetradores y una de doce para otro sujeto que suministró la droga utilizada para las violaciones, una destinada a anestesiar a los toros antes de castrarlos y que se usaba en spray por las noches sobre las víctimas para que no puedan defenderse ni recuerden los hechos. Lo acontecido en Bolivia repercutió más en la prensa internacional que en la misma Latinoamérica, completamente desinteresada de los cultos protestantes, y eventualmente motivó a la canadiense Miriam Toews, una hija de menonitas, a escribir Ellas Hablan (Women Talking, 2018), novela que imagina desde una ingenuidad muy primermundista -y desde esa “superioridad moral” de cotillón de los estratos acomodados y la intelligentsia cultural posmoderna- las deliberaciones de ocho mujeres a lo largo de 48 horas para decidir entre quedarse o abandonar para siempre la colonia, en las páginas rebautizada Molotschna.
La adaptación cinematográfica a cargo de la actriz reconvertida en directora y guionista Sarah Polley, Ellas Hablan (Women Talking, 2022), respeta el planteo de discusiones pragmáticas, punitivas y teológicas del libro original en un margen de tiempo específico, esos dos días enmarcados entre la partida de casi todos los varones de Molotschna hacia una metrópoli, con vistas a pagar la fianza de los ocho acusados de las violaciones para que puedan esperar el resultado del juicio en sus hogares, y su regreso a la comunidad, algo que a su vez tiene que ver con el ataque colérico de las hembras contra los machos, una vez que atraparon a uno in fraganti, y con la entrega a la policía de los susodichos por parte de los ancianos/ líderes de Molotschna para salvarlos de un linchamiento vernáculo. Las mujeres, iletradas por una cultura de control muy sexista, votan entre tres opciones, no hacer nada y perdonar a los agresores como se espera de ellas, quedarse y luchar con los hombres por la igualdad o directamente irse para descubrir un mundo exterior que desconocen cual utopía, por ello el empate entre estas dos últimas alternativas deja todo servido para un debate final en un granero que decidirá la siguiente maniobra y en pantalla se extiende a lo largo de todo el derrotero dramático, pugna entre la postura del perdón de Mariche (Jessie Buckley), la confrontación extasiada de Salomé (Claire Foy) y ese pacifismo de la partida silenciosa de Ona (Rooney Mara), mujer embarazada por los ataques y en una relación platónica con el pollerudo de August (Ben Whishaw), el docente de la comunidad y granjero fracasado.
Polley, una canadiense que trabajó con Terry Gilliam, Atom Egoyan, David Cronenberg, Doug Liman, Kathryn Bigelow, Michael Winterbottom, Isabel Coixet, Zack Snyder, Wim Wenders, Jaco Van Dormael y Vincenzo Natali antes de saltar a la realización, construye un relato verdaderamente soporífero que en vez de centrarse en el caso criminal en sí aburre con un combo trasnochado de tomas preciosistas/ líricas a lo Terrence Malick, planteos formales varios de índole teatral y un esquema discursivo que se asemeja a una versión hollywoodense del sacrificio piadoso y existencial símil Ingmar Bergman o Carl Theodor Dreyer, dejándonos apenas con un buen desempeño por parte del elenco y cero empatía para con estas puritanas inmundas violadas por puritanos inmundos, parte de un culto tan anacrónico e ignorante como hipócrita y capitalista. La directora parece decidida a no dejar cliché del cine indie sin explotar y por ello después del Alzheimer terminal de Lejos de Ella (Away from Her, 2006), el triángulo amoroso tragicómico de Triste Canción de Amor (Take This Waltz, 2011) y la identidad familiar escurridiza de Historias que Contamos (Stories We Tell, 2012), ahora se mete con la emancipación rosa aunque desde una lectura menos misándrica que de costumbre que se corresponde con el lento retroceso contemporáneo del feminazismo o feminismo blanco burgués sin conciencia social, hoy aclarando una y otra vez que “no todos los hombres son malos” y situando al August de Whishaw en un rol preponderante como encargado de la minuta del simposio de las mujeres del lugar, quienes se la pasan hablando y hablando para en última instancia optar por una fuga hiper previsible que vuelve a poner en primer plano el sustrato algo patético de la feminidad que se define todo el tiempo por oposición con respecto al varón y se la pasa llorando desde el pancismo, la cobardía y ese reduccionismo conceptual incapaz de incorporar nociones como raza, clase social y edad porque lo único que ven son penes y vaginas a lo caricatura doctrinaria prejuiciosa. Ellas Hablan es un poco más sincera que la película tradicional del mainstream de hoy en día porque abandona en buena parte la corrección política y el empoderamiento risible de los tanques hollywoodenses y sus clones de todo el planeta, no obstante las redundancias de los diálogos y las nulas ideas novedosas en materia del conflicto entre fe individual y fe colectiva o institucional ponen de manifiesto el poco vuelo de la propuesta y ese carácter anodino biológico mujeril que señalábamos antes, el de las eternas desvalidas que suelen aprovechar su condición cuando les conviene para sermonear a la sociedad…