La otra mujer
El casi octogenario director holandés Paul Verhoven, quien se hiciera conocido por el gran público allá en 1983 con “El cuarto hombre” y luego desarrollara una exitosa carrera en Hollywood, con títulos como “RoboCop” (1987) y “Bajos instintos” (1992), retorna a sus inicios con un filme intimista y simultáneamente intimidante.
Para ello cuenta en su plataforma principal de despegue a la gran Isabelle Huppert componiendo otra vez un personaje complejo como si no estuviese actuando, siempre es ella, diferentes roles dentro de un mismo personaje. Todos creíbles, desconcertantes.
La narración abre con un plano cerrado de los ojos de un gato, quien es el único testigo de la violación de una mujer por parte de un encapuchado. Acto seguido Michelle Leblanc se levanta, ordena y asea la habitación donde se produjo el acto, se limpia la sangre que le corre por las piernas, y se dispone a cenar.
En una reunión posterior con su grupo selecto de amigos anunciará que “cree” haber sido violada en su domicilio, mujer de apariencia débil.
La otra mujer, dentro del mismo cuerpo es una exitosa directora de una empresa que se dedica a la producción de videojuegos, los juegos violentos en la pantalla que no terminan de seducirla, ella misma se presenta como poderosa, manipuladora, intransigente, perversa, cuando no con un poco de sadismo para con sus empleados.
Ambas mujeres se deben enfrentar al mundo misógino de los hombres, pero también establecer el lugar de la otra mujer, en otro cuerpo, su amiga y socia en la empresa con la que comparte y disputa el liderazgo, y otras pretensiones
Su madre con la que también compite a partir de un pasado siniestro en común, ambas sobrevivientes del padre de una, el marido de la otra, una madre que lucha para que el futuro no se haga presente, el tiempo no transcurra.
Lo mismo ocurre en la posición que se coloca en medio de su nuera, a la que no soporta, y el hijo al que menoscaba permanentemente.
De condición constante el filme filtrea, a partir de la intransitividad del verbo, en una especie de juego en el cual nada es lo que parece, o sí, pero en ordenes inversos a lo expuesto, llevando al espectador a aplanes impensados de extorsión moral, con un recorrido desde el texto haciendo alarde de la incorrección política y plagado de humor, cuanto más cáustico e irritante mejor.
No hay sólo carnalidad sino también sometimiento, juego simbólico, violencia implícita, voyeurismo, todo en un mismo personaje.
La estructura narrativa podría pensarse como netamente clásica, su recurrencia a la utilización de analepsis, sirven para justificar primariamente la construcción del personaje que al propio relato.
El director juega a interrogarse/interrogarnos ¿quién es ella?, ¿cuándo es quien es?, ¿donde? La otra mujer siempre presente en todos los ámbitos, hasta la reverencia que merece en el mundo actual, esa instancia sagrada que es el cuerpo, propio o el de la vecina que pugna por santificarlo cristiana, religiosa y fanáticamente.
El joven Paul Verhoeven trabaja en los limites, no deja nada al azar, desde un primer instante hay una permanente tirantez entre los personajes, siempre hay un doblez, un otro en conflicto, interno o externo, llevados adelante por Michelle, en forma de conflicto de intereses, competencia, abuso de poder, seducción.