Lúdica y lúcida, la última película de Verhoeven no es otra cosa que una incómoda y libre inquisición sobre el deseo y la perversión
La indeterminación de un plano; nada más sabio para empezar con un film incómodo por los placeres y sorpresas que prodiga a partir de su núcleo simbólico: la perversión. En el inicio es el sonido el que comanda, frente a un plano enteramente negro que permite imaginar un erotismo intenso y satisfactorio. Los jadeos y suspiros instan a creerlo. Inmediatamente después, dos planos de un gato que observa a la imaginada pareja demuestran el supremo desinterés del animal por las piruetas de los amantes y el contexto en el que están. La posterior aparición del contracampo con los protagonistas complejizará todavía más lo no visto y oído hasta ahí. El sonido y la imagen son entidades autónomas; la sucesión de un sonido y una imagen puede desmentir o reforzar lo que se imagina sin la amalgama de ambos. Este puntapié es ostensiblemente brillante, el film en sí también.