Es cierto que Los violadores nunca fueron del todo una gran banda de rock: un astuto rudimentarismo musical, sumado al gozosamente asumido y novedoso mote de primer grupo de punk criollo, en el que lo particular podía así adquirir un aire de universalidad y de autoridad cosmopolita, sumado a un trabajo en el que se ponía el pecho sin saber en realidad con qué resultados, le sirvieron a Piltrafa y compañía para forjarse una modesta aunque persistente leyenda, moldeada por lo menos a la altura de sus requerimientos. Es que en verdad había que estar ahí como ellos lo hacían, a principios de la década del ochenta, cantando (gritando) como desaforados esa palabra “represión”, que hoy parece volver a destiempo y más bien irresponsablemente. Fiesta negra, carnaval de sótano, conjuración de los demonios del miedo, los empeñosos recitales de Los violadores (por lo menos una vez, en algún afiche, anunciados como Los voladores) podían terminar, y no era nada raro, en una razzia, con palos bien repartidos y visitas forzadas a la seccional más cercana. Me lo contaron, además podía leerlo en las páginas de El expreso imaginario. Poco tiempo más tarde, para cuando salió su primer disco, el grupo estaba precedido por su propio mito, de escasa pero particular circulación. ¿Quién puede olvidarse de la emoción naive que esas letras incentivaban (leídas en el minúsculo booklet que acompañaba la edición en cassette), en las que un sentimiento de inocencia salvaje, adámica, parecía operar como un fantasma directamente venido del inconsciente? Yo no, en todo caso.
Prolijamente, el documental de Riggirozzi parece dedicarse menos a informar a una generación posterior acerca de la existencia de Los violadores que a producir un objeto que oficie como souvenir para los ya iniciados. Es decir, hace las dos cosas en verdad, pero termina funcionando más como una autocelebración, una especie de fiesta privada para muchachones de cuarenta para arriba. Quienes ofrecen testimonio en la película son periodistas del palo, la mayoría de los músicos de la propia banda, músicos afines como los de Cadena Perpetua y otros no, como Gustavo Ceratti, que viene de todos modos a legitimar históricamente al grupo. ¿Los violadores se han transformado en cool? No digamos tanto. El tiempo pone todo en perspectiva, sin embargo, y las simpáticas destrezas de la película se encargan de alguna manera de corroborar al fin el ingreso de la banda en los manuales de la historia del rock argentino (¿O debería decir “rock nacional”, ese sintagma que odio y que con tanta fruición se usaba en mi adolescencia sin advertir su torpeza?). Con una estética que parece remedar amablemente el punk en sus inicios, la película recuerda como en un gesto de puro amor: no hay reconvenciones aquí, ni cuestionamientos, ni nada que se le parezca. Ellos son, Los violadores parece decir que el grupo fundador del punk en la Argentina se merecía un homenaje que reconociera precisamente esa afiliación secretamente anhelada de la banda a la familia argenta del rock. Después, qué importa del después. Esa siempre ha sido la declamada cifra clave en la ideología punk. Pero Los violadores siempre están volviendo. Y ahora tienen película, además.